Director: Dr. Jose Luis España

martes, 9 de abril de 2013

Doctrina Penal: Una primera leccion sobre derecho penal

1.1. Castigos, juicios, culpables, crímenes Querido estudiante: 1. Seguramente todos recordamos haber visto, en alguna ocasión, una escena similar. Una figura distante, vestida con una toga negra, -el presidente del Tribunal del Jurado- da lectura con voz solemne a la sentencia: El acusado ha sido hallado culpable de asesinato, por lo que deberá pasar los próximos veinte años en prisión. En ocasiones, las palabras de la condena se solapan con el ruido de unas rejas que se abren para dejar pasar a un hombre, y se cierran tras él. La imagen cambia: Los pasos solitarios del reo a lo largo de un pasillo en claroscuro coinciden con el fin de la película. He aquí el Derecho penal. 2. Cuando se habla de Derecho penal se piensa, sobre todo, en el castigo. La literatura y el cine se han encargado de forjar la representación social del Derecho penal como el lugar de la cárcel y, en muchos países, del patíbulo. 3. Simultáneamente, sin embargo, novelas y películas han
producido la asociación del Derecho penal con el juicio, esto es, con la decisión de una persona o de un grupo de personas, en un contexto solemne y a menudo incomprensible. 4. Además, desde luego, se parte de que si a alguien, en un juicio, se le impone un castigo, eso es porque ha hecho algo: porque es responsable, culpable. En este punto, el Derecho penal queda indisolublemente relacionado con la idea de justicia. Y a aquello de lo que se es responsable y que da lugar al castigo se le llama crimen, delito. Esto último relaciona al Derecho penal con ideas como producción de un daño a otros, por una parte, o infracción de reglas de convivencia general, por otra parte. 5. Estas cuatro asociaciones de ideas que uno tiene intuitivamente cuando oye hablar de Derecho penal son correctas. Ciertamente, el Derecho penal se ocupa de castigos, es decir, de males que se imponen a un sujeto como reacción a un hecho que se ha producido. Aunque también es verdad, desde luego, que en la sociedad se dan castigos al margen del Derecho penal. En la familia, los padres castigan en ocasiones a los hijos pequeños dejándoles sin ver la televisión; en la escuela, lo hace el profesor con algunos alumnos a quienes impone más deberes; incluso la pandilla de amigos lo hace, excluyendo a ciertos miembros de la fiesta que organiza. Y no se piense que todos los castigos que se dan en sociedad al margen del Derecho penal son siempre relativamente leves, como los indicados. En el caso extremo, el hijo de una víctima del terrorismo que mata al dirigente político de un partido al que vincula con los actos terroristas le está castigando. La venganza, un tema eterno de la literatura y el cine, constituye una forma de castigo. Por tanto, la vinculación del Derecho penal con el castigo es correcta, siempre que se tenga en cuenta que el fenómeno social del castigo no se agota, ni mucho menos, en el Derecho penal. Es más, siempre que se advierta que ni siquiera puede afirmarse que el Derecho penal se asocie a los castigos más graves que se dan en una sociedad. 6. El castigo es, por lo demás, algo distinto de la reparación del daño. Esta, por sí sola, no se considera un castigo. Así, si los padres obligan al hijo pequeño a abonar con el dinero de su hucha el importe de la bombilla que aquél rompió, no le están castigando. Como tampoco castiga un amigo que exige a otro que le ha abollado la motocicleta que corra con los gastos del taller. En general, la opción por el castigo -que no se opone a que, además, se indemnice el daño causado- responde a la idea de que lo que ha pasado no se puede resolver pagando los daños. 7. Asimismo, es verdad que el Derecho penal no se entiende sin la idea de responsabilidad. El castigo propio del Derecho penal no se le impone a cualquiera, como si se tratara de una lotería. Debe haber, por el contrario, algún género de relación entre el hecho y el sujeto castigado, aunque lo cierto es que esta relación (que llamamos imputación) se ha establecido según criterios distintos en las diversas sociedades a lo largo de la historia. Pero tampoco en este punto se dan diferencias sustanciales con los demás castigos que tienen lugar en sociedad. También es inherente a éstos la determinación de una cierta responsabilidad por un hecho. 8. Así pues, si resulta difícil delimitar el Derecho penal con la ayuda de la idea de castigo e incluso con la de responsabilidad, veamos si ello es posible recurriendo a las otras ideas; por ejemplo, a la idea de delito. Ciertamente, aquí sí se encuentran algunos elementos que sirven para la distinción. La palabra delito la asociamos a los hechos dañosos para otros o a las infracciones de reglas de convivencia más graves que podemos imaginar: asesinatos, lesiones, agresiones sexuales, robos violentos, estafas, etc. De modo que parece claro que el Derecho penal se ocupa del castigo de los responsables de hechos muy graves que llamamos delitos. Aunque ciertamente todavía no haya quedado muy claro en donde reside la gravedad específica de los delitos frente a otros hechos, ni tampoco, desde luego, dónde se debe trazar la frontera entre lo que es delictivo y lo que no lo es; piénsese por ejemplo en la delimitación de los delitos contra la Hacienda Pública, contra el medio ambiente, contra los mercados financieros, etc. 9. La idea de juicio ayuda asimismo a aproximarse a la noción de Derecho penal. Ciertamente, también aquí parece que encontramos algún elemento distintivo. Es casi seguro que ni los padres, ni el profesor, ni la pandilla de amigos de los ejemplos anteriores -mucho menos, la resentida víctima- han celebrado nada parecido a un juicio. A lo sumo, se habrán parado a pensar algo sobre si es razonable imponer un castigo y qué castigo imponer; pero no es en absoluto usual que hayan seguido, ni por aproximación, los pasos que estamos acostumbrados a ver en las películas de tema judicial (el desfile de testigos, la exhibición de documentos, el enfrentamiento de los abogados...). Además, si nos detenemos un momento, observaremos que algunas de aquellas personas ni siquiera son imparciales; al contrario, cabe que sean, como suele decirse, juez y parte. Pues bien, efectivamente es característico del Derecho penal público - a diferencia de los actos privados de castigo - que quien lo impone tenga determinadas características, entre las que debe destacarse la de que sea imparcial, y la de que actúe siguiendo una serie de reglas preestablecidas. Quedaron atrás los tiempos en que se dejaba en manos de la víctima el ejercer su venganza privada sobre el sujeto que la hubiera dañado, quien, así, recibiría su castigo. El Derecho penal es, pues, en buena parte, cuestión de formas. Estas son tan importantes que, desde luego, contribuyen significativamente a que el Derecho penal sea precisamente eso: Derecho. 1.2. Códigos, leyes, Justicia 1. Pese a todo lo dicho, lo cierto es que con lo anterior todavía no tenemos una imagen lo suficientemente precisa del Derecho penal. Aunque es verdad que los elementos de castigo, responsabilidad, delito y juicio son fundamentales, hay algo que planea por encima de todos ellos: las leyes. Cuáles son los delitos, quiénes pueden ser hechos responsables de ellos, con qué castigos debe responderse a los delitos cometidos y cómo debe juzgarse todo lo anterior nos lo dicen, al menos en principio, las leyes: textos escritos, divididos en partes numeradas, a los que se remiten los jueces y de los que parecen obtener la autoridad necesaria para sus sentencias. 2. Ciertamente, ello no sería imprescindible: ha habido y existen todavía modelos de justicia penal en los que los jueces construyen sus sentencias sin apoyarse en ley alguna, sino, en todo caso, en sentencias previas de ellos mismos o de otros jueces anteriores. Así ha venido ocurriendo en amplia medida en los países anglosajones, en los que todavía rige el denominado “common law”. Sin embargo, la verdad es que, en nuestra cultura jurídica continental europea, resulta sumamente difícil imaginar el Derecho penal sin leyes. Y ciertamente los derechos penales anglosajones las han ido incorporando progresivamente. 3. Las leyes, pues, proporcionan a los jueces los criterios básicos para administrar los castigos. La cuestión es si, además, nos dicen algo a los ciudadanos. En general pensamos que sí. De modo que, aunque de entrada parece que las leyes penales se dirigen a los jueces, se suele entender que contienen normas que, por su parte, tienen como destinatarios también a los ciudadanos en general. Así, al juez le dicen expresamente que castigue a quien mate a otro, o a quien robe. Al ciudadano, en cambio, le dicen implícitamente que en nuestra sociedad existe la regla de no matar o robar y, a la vez, le interpelan para que no mate o no robe. Esto último es muy importante, porque quien lo acepte ha de llegar necesariamente a la siguiente conclusión: las leyes penales no sólo pretenden dar criterios al juez para que éste decida en una situación en la que ya se ha producido el daño. También se dirigen, aunque de modo implícito e indirecto, al ciudadano antes de que haya tenido lugar daño alguno. Ello lo hacen en un doble sentido. Por un lado, le informan genéricamente de cuáles son las reglas del juego social, para que sepa a qué atenerse: le indican qué es lo que, en teoría, puede esperar de los demás y los demás esperan de él, así como qué puede y qué no puede esperar que pase en función de lo que él haga. Por otro lado, tratan de convencerle de que se ajuste a esas reglas: de una parte, mediante el elemento de convicción que se deriva de su propio contenido y del hecho de que la ley las ha recogido y calificado como especialmente importantes; de otra parte, mediante el instrumento de la amenaza de la pena. Las leyes penales informan, pues, de las reglas fundamentales que rigen la convivencia social, de los mínimos que debe respetar quien participe de la misma y, a la vez, tratan de dar razones para ajustarse a lo que disponen. 4. Ahora bien, uno podría preguntarse de dónde salen esas reglas a las que tiene que obedecer si quiere evitar un castigo. Por qué precisamente tienen que definir esa conducta que él querría realizar como delito, por qué calificarle a él de responsable, por qué amenazarle precisamente con ese castigo y no con otro más leve. Y por qué, en cambio, esa otra conducta del vecino, que tanto le molesta, no aparece en la lista. Una respuesta posible sería, sencillamente, que ello es así porque la mayoría de los parlamentarios elegidos por los ciudadanos lo han decidido de ese modo. Pero, entonces, todavía cabría pensar si es que acaso éstos tienen la capacidad de convertir cualquier conducta en delictiva, hacer de cualquier persona un responsable e imponerle el castigo que quieran. 5. Seguramente, todos estaremos de acuerdo en que lo anterior no basta. Así, partimos de entender que hay conductas que no deberían ser castigadas, aunque la mayoría así lo entendiera. A la vez, también entendemos que hay conductas que deberían ser castigadas incluso aunque la mayoría pensara lo contrario. En Derecho penal se acoge esta idea, aludiendo a que sólo pueden ser castigadas conductas peligrosas o lesivas para un bien jurídico, lo que remite a un criterio de merecimiento de protección en principio ajeno a la pura voluntad de la mayoría. 6. Pero también es cierto que esta idea se matiza con otra: aunque hay conductas que en sí merecerían ser castigadas, seguramente no tiene mucho sentido hacerlo si se puede conseguir el efecto de su reducción a límites razonables sin necesidad de recurrir al Derecho penal (a esto se alude entre nosotros con la expresión principio de subsidiariedad). 7. Asimismo, se entiende que la determinación del hecho punible y del sujeto responsable es cuestión de una teoría (la llamada teoría del delito) cuyos elementos no son cuestión de votos. En fin, tampoco parece que sea cuestión de votos la pena que debe asignarse a un determinado hecho delictivo (lesivo de un bien jurídico) cometido por un sujeto responsable. Más bien, en este punto parece que debe acudirse a determinar qué castigo es el que merece una determinada conducta (lo que es cuestión de proporcionalidad) pero también a determinar qué es lo que resulta necesario para contener razonablemente la realización de dicha conducta. 8. Todas estas cuestiones no tienen que ver de entrada con la lógica de los votos, sino sobre todo con la lógica de lo justo, de lo razonable, de lo prudente. Así, parece que todos los puntos a los que se acaba de aludir no son cuestión de puras decisiones (actos de voluntad), de manera que igual podrían ser de otro modo, sino que también tienen que ver con actos de reconocimiento de lo que es justo hacer en cada caso. Con todo, en las últimas décadas parece irse configurando una cierta opinión dominante que vendría a decir lo siguiente: no es posible determinar de modo general qué y quién debe ser castigado ni con qué penas, así que lo decisivo será aquí el consenso. Y la expresión fundamental del consenso son las mayorías parlamentarias. Claro está que las mayorías parlamentarias no pueden hacer cualquier cosa, tampoco en Derecho penal. Sólo pueden hacer lo que cabe en el marco de la Constitución correspondiente; pero a su vez la Constitución de cada país no sería otra cosa que la expresión del consenso básico de una sociedad. Con lo que quedaría intacto el principio establecido. 9. En efecto, todavía cabría plantearse por qué una Constitución impide una determinada decisión parlamentaria en materia de Derecho penal y qué ocurriría si la Constitución de un determinado país en un determinado momento no lo impidiera. En realidad, no es necesario plantear las cosas en términos hipotéticos. La “constitución” de Nigeria no impide una ley que establece la pena de muerte por lapidación para una mujer por la concepción extramatrimonial de un hijo; las constituciones de muchos países no impiden castigar penalmente los actos en que se manifiesta la libertad religiosa o ideológica; etc. De modo que la alusión a “la Constitución” no deja de ser una respuesta cómoda que parte de pensar sólo en países que tienen “constituciones” con un tenor determinado, y que son, además, interpretadas en el contexto de una tradición cuyo contenido es anterior a la propia existencia de dichas leyes fundamentales. 10. De lo anterior se desprendería, en todo caso, que hay que concluir que resulta imposible efectuar afirmación alguna desde un país y un momento determinado con respecto a otro país y otro momento determinado. Es decir, que la determinación de qué sea delito, quién deba ser hecho responsable y con qué pena se deba reaccionar contra él sería una cuestión relativa en términos espaciales y temporales. 11. Evidentemente, esta opinión no es específica del Derecho penal, sino que se enmarca en una postura más general acerca del Derecho y de la moral que puede denominarse relativismo o no cognoscitivismo. Dicho en pocas palabras, esta opinión, muy difundida, viene a señalar lo siguiente: dado que no es posible determinar objetivamente qué es lo bueno ni lo justo, las ideas de bondad y de justicia no pueden sino reconducirse a una convención más o menos difundida y estable. Lo mismo valdría para el ámbito de los delitos, los sujetos responsables y las penas: convenciones más o menos estables y difundidas, sin mayores pretensiones. 12. Sin embargo, lo cierto es que, cuando se abandona este ámbito de declaraciones generales, y se empieza a pensar sobre casos concretos, ni los penalistas, ni la gente común entienden que las cuestiones de atribución de responsabilidad sean puramente convencionales. Más bien, en ambos casos se añade a lo anterior una pretensión de corrección, esto es, de correspondencia con una “verdad práctica”. Por ejemplo, si sufrimos un pisotón en el metro, parece claro que nuestro enfado, y el consiguiente reproche que le dirigimos al otro pasajero no es el mismo si éste nos ha pisado porque, a su vez, ha sido brutalmente empujado por un tercero, porque se ha despistado o porque es un gamberro que va molestando. No parece que eso sea una cuestión convencional sino que es correcto -y lo será siempre y en cualquier lugar- tratar de modo distinto los tres casos. Es evidente que no todo resulta así de claro, y que existe margen para divergencias históricas y espaciales, pero también lo es que existen no pocas afirmaciones en cuanto a lo que está bien o mal, en cuanto a lo que está muy bien o muy mal, así como en cuanto a la responsabilidad por ese bien o mal, y en cuanto al modo de reaccionar contra un mal, que son bastante “objetivas”. 13. De lo que se trata, en fin, es de poner de relieve que, aunque es cierto que el Derecho penal es cosa de leyes, no es sólo cosa de leyes, sino también de Justicia. Y que hay aspectos del castigo justo que no están en las leyes o incluso están mal resueltos en las leyes. 2. El éxito y el fracaso del Derecho penal [arriba] - 1. El hecho de que el Derecho penal se asocie a castigos, juicios, culpables y crímenes es, en cierto modo, la expresión de su propio fracaso. Lo que regulan con detalle las leyes penales es el fracaso de las normas. Si la norma, que apela a la razón orientada a valores y al temor de su destinatario, hubiera sido eficaz, el delito no se habría producido, y no habría que entrar en las complejas cuestiones relativas a la responsabilidad, al juicio y al castigo. Por tanto, el delito es, de entrada, un fracaso de la ley penal (de la norma implícita en ella) en su intento de comunicación racional con sus destinatarios. 2. Con todo, la idea de fracaso debe establecerse en sus justos límites. En realidad, la mayoría de la población sí atiende a los argumentos que se derivan de las leyes penales (y, muy significativamente, de otras instancias que se sitúan junto a ellas o las respaldan: la religión, la moral, las reglas familiares, sociales, etc.). De modo que, más correctamente, debería hablarse de un amplio éxito, aunque no total, de las normas penales. De todos modos, es cierto que, dicho esto, la mayor parte del contenido del Derecho penal se centra en el fracaso que representa el delito. 3. La sociedad no puede convivir con ese fracaso. Producido el delito, existe un autor beneficiado, una víctima dañada, una sociedad desconcertada, autores potenciales y víctimas potenciales que observan. Parece claro que hay que hacer algo. Pero ¿por qué precisamente castigar? ¿por qué no perdonar? ¿por qué no “curar” al autor? ¿por qué no “cuidar” y “compensar” a la víctima? 4. En realidad, no es evidente por sí mismo que tras la producción de un delito haya que castigar a alguien. Durante ciertas épocas de la Historia se partió de que el delincuente, en realidad, estaba determinado (por su biología, su psicología o las circunstancias sociales) a hacer lo que hizo. Por tanto, se entendía que había que afrontar el problema del delito combatiendo sus causas (con medios terapéuticos, correccionales o de política social) y no con castigos. Este planteamiento era, en realidad, mucho más general. Se partía de que todas las personas estamos determinadas a hacer lo que hacemos, es decir, de que no somos libres. Si todos estamos determinados a hacer lo que hacemos, entonces también quien delinquió estaba determinado irremisiblemente a delinquir. Ahora bien, sin libertad tampoco tenía sentido el castigo. De lo que se trataba era de neutralizar las causas que determinaban al sujeto a delinquir. Y eso se pretendió mediante las denominadas medidas de seguridad, que habrían de sustituir a las penas, y que consistirían en tratamientos psiquiátricos, intervenciones sociales terapéuticas, etc. 5. Aunque todavía hoy existen planteamientos no lejanos de este modo de ver las cosas -por ejemplo en el marco de las nuevas investigaciones neurológicas-, se da un amplio consenso acerca de que las personas somos libres. Ello no implica en todas las opiniones la aceptación de un concepto metafísico de libertad, sino que, en muchas de ellas, se trata de la mera adopción de un concepto pragmático de libertad (derivado de la constatación de que nos concebimos a nosotros mismos como libres y nos tratamos unos a otros como libres). En efecto, las reglas vigentes en la vida social sólo se entienden a partir de actuaciones libres de los ciudadanos, de igual modo que el Derecho (constitucional, privado, etc.) sólo se entiende partiendo de la libertad personal. La existencia de libertad establece asimismo un principio de responsabilidad individual. Es decir, aquello que hacemos nos concierne, de entrada, a nosotros mismos, de modo que somos también nosotros quienes, en principio, habremos de afrontar las reacciones que suscite (principio de libertad de organización y asunción de las consecuencias). Ahora bien, la afirmación de dicho principio general de libertad y de responsabilidad individual no puede ocultar que en ciertos casos, por la concurrencia de fuertes condicionantes derivados de determinadas patologías, factores sociales o situaciones de hecho, la conducta concreta de una persona debe ser reputada como realizada sin libertad. Además, debe admitirse que incluso las acciones humanas reputadas libres se ven sometidas a múltiples condicionantes, naturales o sociales. Con base en esto último es, también, razonable admitir la existencia de una cierta corresponsabilidad social (en medida diversa –por determinar- según los casos) en los hechos delictivos. 6. Como se ha indicado, sin libertad no tiene sentido hablar de responsabilidad ni de castigo. Por eso, determinadas enfermedades o trastornos mentales que conducen a apreciar que el sujeto no obró libremente excluyen la afirmación de su responsabilidad y la imposición de cualquier castigo. Aunque no excluyen la adopción de medidas para tratar de impedir que el sujeto irresponsable vuelva a dañar a otro. Ahora bien, la afirmación de que un cierto hecho fue realizado con libertad no conlleva de modo necesario la apreciación de responsabilidad en quien lo realizó, ni tampoco la imposición de un castigo. Es decir, que la libertad, que es condición necesaria de la responsabilidad y el castigo, no puede considerarse condición suficiente, ni de lo uno ni de lo otro. 7. Así sucede cuando alguien que obró de modo libre lo hizo, sin embargo, en una situación excepcional de presión: por ejemplo, quien lesiona a un tercero en un contexto de peligro para su salud, o quien no interviene para salvar a otro por hallarse inmerso en un conflicto de conciencia. En tales casos, cabe la posibilidad de que se decida disculpar al sujeto libre, esto es, no hacerle responsable. 8. Por lo demás, la afirmación de que alguien es responsable de algo -incluso de algo muy grave- no implica necesariamente la imposición a aquél de un castigo, entendiendo por tal la inflicción de sufrimiento, la privación de derechos. Podría pensarse, por ejemplo, en que la constatación de la responsabilidad tuviera como consecuencia su pura declaración pública. O, también, en efectuar tal declaración pública imponiendo, además, al sujeto responsable la realización de determinados actos de reparación material (pago de una compensación por el daño causado) o moral (manifestación de reconocimiento de lo hecho y petición de disculpas). 9. ¿Por qué, entonces, sumar al sufrimiento ya producido por el delito un nuevo sufrimiento padecido ahora por el sujeto reputado responsable del delito? Las respuestas a esta pregunta oscilan entre quienes apelan sobre todo a consideraciones de justicia y quienes lo hacen a un criterio de necesidad. Para los primeros, el responsable de un delito merece un castigo. Para los segundos, lo decisivo es que, producido un delito, resulta necesario castigar a su responsable; de hecho, ya resulta necesario amenazar con el castigo de modo previo. Sólo la amenaza del castigo reforzaría de modo suficiente el mensaje de la norma que, dirigido al ciudadano, le conmina a abstenerse de hacer algo o a hacerlo positivamente. A su vez, sólo el castigo efectivamente impuesto al sujeto responsable confirmaría, por un lado, la seriedad de la amenaza y, por otro lado, tendría la capacidad para desvirtuar el efecto perturbador producido en la sociedad por el delito cometido. 10. En realidad, deben tenerse en cuenta ambos aspectos: el del merecimiento y el de la necesidad del castigo. El castigo no merecido es injusto en términos individuales, por muy necesario que fuera en la perspectiva social. Lo que no excluye que esa necesidad permita la adopción de medidas no punitivas. Por su parte, el castigo innecesario, por individualmente merecido que fuera, es injusto en términos sociales. Por eso, ante el hecho mismo del castigo, y ante cualquiera de sus modalidades, es necesario valorar las dos circunstancias referidas. 11. En la práctica, ello puede conducir a poner en tela de juicio el propio hecho de castigar una determinada conducta, o el de castigarla con sanciones de una determinada magnitud, o, al menos, la procedencia de ejecutar la sanción impuesta (de hacer cumplir la condena en su integridad). Contra lo que pudiera parecer, por tanto, el castigo no es algo obvio. 3. El Derecho penal en el conjunto de medios de prevención [arriba] - 3.1. Los hechos lesivos y su prevención. La prevención fáctica 1. La historia de la humanidad es la manifestación de un permanente esfuerzo por dominar la naturaleza mediante la técnica. Un aspecto importante de ese esfuerzo ha sido y es la aplicación de la técnica a la protección preventiva frente a males naturales (catástrofes, enfermedades, agresiones de animales). Pero no pocos de los males que han amenazado a los seres humanos desde el comienzo de la historia han tenido su origen en la conducta de otras personas. La protección frente a esos males de procedencia humana también ha tenido lugar, en amplia medida, mediante el recurso a la técnica, esto es, a la acción instrumental, como medio de prevención (piénsese, por ejemplo, en la construcción de fortificaciones). Pero, a diferencia de lo que sucede con los males naturales, no se reduce a ella, sino que se extiende también a la acción comunicativa. 2. Por ello, con respecto a los males procedentes de conductas humanas cabe distinguir entre medios de prevención fácticos y medios de prevención comunicativos. Los primeros pretenden evitar el mal mediante mecanismos causales, impidiendo la propia posibilidad física de realización del hecho o neutralizando sus efectos lesivos. Los segundos pretenden prevenirlo mediante mecanismos motivacionales, esto es, influyendo sobre el proceso deliberativo que podría concluir en la decisión de ejecutar el hecho lesivo. Así, son medios técnicos de prevención de males procedentes de conductas humanas, por ejemplo, el recurso a cámaras para la videovigilancia; la instalación de airbags o cinturones de seguridad en los automóviles; la disposición de alarmas u otros mecanismos antirrobo en las viviendas; la introducción de passwords o firewords anti-hacker en las instalaciones informáticas; la instalación del sistema alcolock en los automóviles, que exige que el conductor sople en un alcoholímetro conectado al encendido del vehículo, de modo que si supera la tasa de alcoholemia dicho vehículo no se pone en marcha; etc.. Pero también la aplicación de la llamada castración química (en realidad, administración de medicamentos inhibidores de la líbido) a sujetos con riesgo de violencia sexual. O, asimismo, la actividad administrativa de autorización, inspección y control de determinadas actividades. En cambio, son medios comunicativos de prevención la educación en valores morales; las campañas publicitarias sobre los daños propios o ajenos que se derivan naturalmente de la realización de conductas arriesgadas (por ejemplo, en materia de conducción de automóviles); el anuncio de premios para quien realice conductas positivas; e incluso la provocación de emociones favorables al cumplimiento de las normas (aunque esto plantea el problema de la naturaleza de las emociones). En particular, son medios comunicativos de prevención las normas sociales o jurídicas de contenido sancionatorio, que transmiten la grave desvaloración de determinados hechos, a la vez que anuncian las consecuencias (de exclusión, de reparación de daños, de sanciones administrativas o penales) que las correspondientes instancias impondrán al infractor de aquellas normas. 3. Una observación rápida de la realidad que nos rodea pone de relieve que en nuestra sociedad se da una combinación de mecanismos fácticos y comunicativos de prevención. Y, con independencia de que cabe discutir la medida en que debe tener lugar dicha combinación, no parece que un modelo unilateral que prescindiera de uno de los referidos grupos de mecanismos resultara satisfactorio. Frente a los mecanismos fácticos, los mecanismos comunicativos (entre los que se cuenta el Derecho penal) suponen una maximización de la libertad individual, pues -razonándose por qué el hecho debe ser desvalorado y anunciándose el castigo- se deja, con todo, en manos del ciudadano la decisión de realizar o no el referido hecho. Cabe que las vías fácticas, que pretenden impedir la propia ejecución física del hecho lesivo (o, en todo caso, su ejecución con aprovechamiento para quien lo realiza), resulten además, en ocasiones, incluso peligrosas para el propio bien que pretenden proteger. Sin embargo, en otros casos, los medios técnicos de prevención pueden resultar altamente eficientes, esto es, producir más beneficios que costes a la sociedad y ser, por ello, recomendables. 3. 2. La prevención comunicativa. Las normas sociales 3.2.1. El mecanismo de la prevención comunicativa 1. La prevención comunicativa tiene lugar, como se ha indicado, mediante la motivación de las personas, es decir, mediante el intento de disuadirlas de la realización de conductas que se consideran lesivas para el grupo de que se trate o de convencerlas de la realización de conductas positivas para dicho grupo . Este intento de persuasión se manifiesta, por una parte, en la información acerca de las razones por las que dichas conductas dan lugar, respectivamente, a hechos lesivos o bien a hechos positivos. Por otra parte, mediante el anuncio de las consecuencias negativas que recaerían sobre el sujeto si éste decidiera llevar a cabo tales conductas lesivas; o de las consecuencias favorables que incidirían sobre el sujeto si éste realizara alguna de las conductas positivas. Tales consecuencias anunciadas pueden tener, además, una doble naturaleza: en el caso de los hechos lesivos, puede tratarse de consecuencias autolesivas (o lesivas para personas próximas) o de consecuencias negativas de índole reactiva; en el caso de los hechos positivos, puede tratarse de consecuencias autobeneficiosas (o beneficiosas para personas próximas) o de consecuencias positivas de índole reactiva. 2. Si bien se advierte, el proceso educativo, ya desde la infancia, muestra todos los elementos reseñados. Al niño que juega peligrosamente con un jarrón, sus padres le dicen: ten cuidado de que no se te caiga ese jarrón, porque es un recuerdo de nuestra familia y le tenemos mucho cariño. Y, además: si se te cae, te puede hacer mucho daño en el pie; y también: si se te cae y se rompe, te vamos dejar una semana sin televisión. Compárese la estructura de la prevención comunicativa con lo que sería el mecanismo de la prevención fáctica en este caso: retirar el jarrón de la mesa accesible al niño y colocarlo en lo alto de una estantería. Pero en la educación son también muy importantes los refuerzos positivos: para convencer al niño de ordenar su habitación se le informa de lo importante que es el orden en una casa en la que conviven varias personas; se le indica que si ordena la habitación le será más fácil encontrar el juguete que siempre “se pierde”; y se le puede añadir que cada día que ordene la habitación se le dará un pequeño premio, material o simbólico. 3. La prevención por normas es aquella variante de la prevención comunicativa que, a la exposición de las razones por las que la conducta se entiende lesiva, añade dos elementos adicionales: le indica al sujeto que su deber es no realizarla y le ordena no llevarla a cabo. Las normas pueden no anunciar consecuencia alguna. Pero lo usual es que sí la anuncien, en cuyo caso siempre se trata de consecuencias reactivas negativas. Esto es, males procedentes, directa o indirectamente, de conductas de los afectados por la conducta lesiva. Las disposiciones que tratan de promover conductas positivas mediante el anuncio de incentivos o premios no son normas para los sujetos de quienes se pretende que realicen tales conductas sino, en todo caso, para quienes deberán conceder el premio en el caso de que se realice la referida conducta positiva. 3.2.2. Las normas sociales. 1. La vida social requiere la existencia de normas, pautas de conducta que regulen las relaciones entre las personas y reduzcan la contingencia (es decir, las posibilidades de producción de lo inesperado) en dichas interrelaciones. Algunas de estas normas tienen simplemente la función de homogeneizar o estandarizar las relaciones sociales, siendo su contenido indiferente: la razón de su cumplimiento se halla en esa necesidad de homogeneizar. Así, por ejemplo, es indiferente que se circule por la derecha o por la izquierda de la carretera, siempre y cuando todos -y de modo constante- lo hagan por el mismo lado. Según una opinión, en realidad todas las normas sociales tendrían esta naturaleza. Cumplirían, por tanto, una función meramente técnica: serían “manuales de instrucciones para la vida social”, en los que se reflejaría cómo funciona una determinada sociedad. Con todo, la más extendida es la opinión que entiende que muchas normas sociales no se limitan a ser orientaciones de tipo técnico para la vida en sociedad, sino que incorporan un contenido de valor adicional al de procurar una mera homogeneización. Estas normas parten de la consideración de determinados estados de cosas como bienes y pretenden orientar la conducta de las personas a la realización de estos bienes y, en última instancia, hacia el bien común. 2. Partiendo de lo anterior, las normas de la moral social pueden contener un mensaje diverso. Por un lado, el de abstenerse de causar daño a las demás personas o de realizar otras conductas que repercuten negativamente sobre ellas (contenido de deber negativo). Por el otro, el de abstenerse de causarse daño a uno mismo, el de realizar determinadas conductas favorecedoras de terceros o el de soportar ciertos daños cuando ello es imprescindible para el bien común (contenido de deber positivo). Para orientar a las personas hacia el bien común, las normas sociales, en efecto, prohíben determinadas conductas que atentan contra determinados aspectos de aquél (bienes particulares, cuyo conjunto conforma el bien común). Y, a la vez, mandan realizar determinadas conductas que fomentan otros tantos aspectos o bienes. Por ello, la vulneración de una norma implica la lesión de un bien o la no promoción de éste y, en ambos casos, constituye un mal (un estado de cosas desvalorado). 3. Ciertamente el contenido de las normas puede variar legítimamente en el tiempo y en el espacio, en función de cómo se circunscriba el círculo de los bienes. Ello no implica, sin embargo, que la idea de bien, en su núcleo, se relativice. En efecto, dicho núcleo “duro” de la noción de bien, en tanto que se asocia a la naturaleza y dignidad de las personas, no es susceptible de una relativización legítima, sino que es universal y permanente. Lo que sí resulta preciso admitir es que los presupuestos del bien común puedan variar, en márgenes no necesariamente estrechos, en los diversos modelos sociales, a lo largo del espacio y del tiempo. El contenido de las normas, por tanto, no es -no puede ser- ajeno a la historicidad que resulta consustancial al ser humano. 4. Esto significa, en suma, que la concreción de lo socialmente lesivo (aquello que ha de ser evitado mediante las normas sociales) resulta de la dinámica que se genera entre tradición y cambio, con el telón de fondo de lo permanente. Depende del modo en que una determinada sociedad se ha constituido, generando espacios de consenso, y, a la vez, se halla fuertemente condicionado por la tradición en la que esa sociedad se enmarca. 3. 3. La prevención comunicativa. Las normas jurídicas 1. Algunas de las normas sociales tienen especial trascendencia para la identificación de la sociedad que las ha generado. Necesitan, por tanto, la mayor estabilidad posible. Esto determina que adquieran un mayor grado de formalización. Dicha mayor formalización se expresa en el recurso a procedimientos especialmente rígidos para su formulación, así como para la aplicación de su refuerzo coactivo. Tales normas se configuran como normas jurídicas. 2. Los grados de formalización de las normas jurídicas son, de todos modos, muy diversos. El mayor grado de formalización se alcanza en las normas jurídicas que se formulan y refuerzan mediante leyes. Dentro de éstas, debe subrayarse el carácter especialmente formalizado de las leyes penales. 3.3.1. El objeto de la prevención mediante normas jurídicas. 1. Como se ha indicado, las normas jurídicas pretenden prevenir a través de la comunicación. Así pues, también aquí tiene lugar una indicación -implícita- de las razones por las que procede que la conducta del destinatario se adecue a aquéllas. Estas son, por un lado, razones deontológicas vinculadas al contenido en sí de la norma jurídica y, también, al hecho de que se trate de una norma jurídica, esto es, rodeada de un consenso cualificado y formalizado. Por otro lado, se trata de razones consecuencialistas, relativas a los efectos que se derivarían para la sociedad de la realización de la conducta contraria a la norma. Pero, como en el caso de las normas sociales, también se produce aquí el anuncio de las consecuencias negativas (sancionatorias) que se seguirán para el destinatario de las normas en caso de desobediencia. 2. Al igual que ocurre con las normas sociales, la determinación del contenido de las normas jurídicas está sujeta a la dinámica de tradición y cambio. Por tanto, estas normas tienen un contenido variable en márgenes no necesariamente estrechos. Ello, sin embargo, por las mismas razones dadas más arriba, no debería conducir a entender que es absolutamente relativo o disponible. 3. Cuestión distinta es la que se refiere a la determinación del contenido respectivo de las normas jurídicas civiles (las reforzadas mediante consecuencias jurídico-civiles), administrativas (reforzadas mediante sanciones administrativas) y penales (cuyo refuerzo tiene lugar mediante penas). 4. Al respecto, no es posible dar indicaciones absolutamente precisas. Sí parece que, en todo caso, debe tomarse como punto de partida la gravedad relativa de las consecuencias jurídicas en cada uno de los tres casos: generalmente reparatorias, en las normas jurídico-civiles; sancionatorias, en las normas jurídico-administrativas; cualificadamente sancionatorias en las normas jurídico-penales. Así, es lo usual concluir que, si bien en los tres casos se trata de conductas cuya realización sin respuesta comprometería el modo en que la sociedad se entiende a sí misma, el contenido de las normas jurídico-penales se refiere a conductas especialmente graves. Esta idea la expresan algunos señalando que dichas conductas afectan a los “bienes jurídicos esenciales”; otros, para indicar sustancialmente lo mismo, aluden a conductas que afectan al “núcleo de la identidad normativa de la sociedad”. 5. Debe admitirse, en todo caso, la existencia de zonas grises, esto es, de conductas cuya asignación al Derecho civil de daños, al Derecho administrativo sancionador o al Derecho penal resulta discutible y, en cierta medida, puede tener un carácter circunstancial o estratégico. 3.3.2. La prevención comunicativa de daños mediante el Derecho civil. 1. En Derecho civil se conocen dos sistemas de reacción frente a la producción de un daño (vulneración de una norma): el que prevé la obligación de compensar el daño causado y el que, además, establece la obligación de efectuar una prestación dineraria adicional al sujeto dañado. Este segundo sistema (de indemnizaciones punitivas o “multas privadas”) rige, por ejemplo, en el Derecho norteamericano. 2. A nuestra tradición le corresponde el modelo compensatorio. Y la cuestión es si a un sistema así puede atribuírsele efectos de prevención de conductas lesivas de terceros. Ello resulta discutido en el propio seno de la doctrina del Derecho civil. Existe, de hecho, una posición que considera que el sistema compensatorio cumple funciones de reparación y carece de efecto preventivo alguno. Sin embargo, si por efecto preventivo se entiende, sencillamente, influencia sobre la conducta de los destinatarios que se abstienen de la realización de acciones que, de otro modo, llevarían a cabo, parece difícil negar que incluso un sistema compensatorio -esto es, no punitivo- de la responsabilidad civil tenga algún efecto de prevención. 3. Esto significa que la prevención a través de la exigencia de compensación puede considerarse, para algunos ámbitos, una alternativa razonable frente a la prevención mediante instrumentos jurídico-penales. Ahora bien, ante determinados hechos lesivos, por su trascendencia más allá de lo privado, porque seguirían siendo temidos por las víctimas potenciales aunque se les garantizara de antemano la “compensación integral”, o por la imposibilidad de garantizar precisamente dicha compensación perfecta, la prevención jurídico-civil de naturaleza compensatoria no parece suficiente. 3.3.3. La prevención comunicativa de daños mediante el Derecho administrativo no sancionador. Incentivos y gravámenes. Derecho administrativo promocional. Derecho tributario. 1. Cuando se piensa en las funciones preventivas del Derecho administrativo, es lo común pensar de modo inmediato en el Derecho administrativo sancionador. Ello no es incorrecto; pero sí incompleto. Ya antes se aludió a las funciones de prevención que se asocian a la actividad de control de la Administración: concesión de licencias o autorizaciones. Esta actividad, sin embargo, se clasificó entre los medios de prevención fáctica. Al mismo plano pertenece la inspección, si bien ésta, en puridad, constituye una función subordinada a otras, que pueden ser de naturaleza fáctica o comunicativa. Así, por ejemplo, la inspección puede estar al servicio de la detección de irregularidades que pueden dar lugar a la no renovación de una licencia o autorización; o bien puede orientarse al descubrimiento de infracciones sancionables. En este sentido, constituye un refuerzo de una dimensión de prevención fáctica o bien de una dimensión de prevención comunicativa. 2. En el plano comunicativo, además del Derecho administrativo sancionador conviene aludir a otras funciones: las de incentivación o fomento; y la de tributación. El Derecho administrativo de fomento se integra en el Derecho promocional o premial. Éste, por su parte, expresa el mecanismo opuesto al Derecho sancionatorio. Si el último asocia a la realización de comportamientos socialmente reprobables la imposición de una sanción, el primero establece un “premio” (en el sentido amplio de refuerzo positivo) como consecuencia de la realización de conductas positivas para la sociedad. Así, la asunción de determinadas iniciativas empresariales, investigadoras o educativas da lugar a la concesión de subvenciones o bien de incentivos fiscales. 3. Otra vía de desincentivar la realización de determinadas conductas dañosas es permitirlas y someter su realización al abono obligatorio de determinadas cantidades al Estado; o bien, incluso, condicionar su permisión a dicho abono. Esto es lo que sucede con ciertos tributos. Conviene subrayar que no se trata aquí del Derecho tributario sancionador (que no es sino la expresión de una dimensión sectorial del Derecho administrativo sancionador), sino de la mera exigencia de tributación por la realización de determinadas actividades. 4. Ciertamente, los tributos gravan cosas o actividades lícitas. No existe (o en todo caso no debería existir) una “tributación de hechos ilícitos” en sentido estricto. Sin embargo, se da una situación intermedia en aquellos casos en los que determinadas actividades, que por alguna razón se decide no prohibir legalmente, resultan socialmente reprochables o indeseadas. En tales supuestos, la vía tributaria puede constituir un mecanismo para tratar de desincentivar la realización de la conducta o, al menos, para que, si no se desincentiva, el Estado disponga de mayores recursos para hacer frente a las consecuencias de aquélla. Ejemplos de este modo de proceder son los denominados “tributos verdes” (ecotasas, por ejemplo) así como lo que los anglosajones denominan “sin taxes” (literalmente “tributos sobre el pecado”: alcohol, tabaco, juegos de azar…) 5. Para algunos sujetos, dicha forma de prevención puede entenderse como fáctica, pues, en la medida en que carezcan de los recursos necesarios para abonar el tributo correspondiente, no podrán llevar a cabo la actividad. En cambio, para otros se trata claramente de una prevención comunicativa. Sin embargo, en este punto se advierte también, junto a la aptitud del modelo para la evitación de (la proliferación de) determinadas actividades, sus propias limitaciones. Pues el mensaje comunicativo es el de que se puede causar daño siempre y cuando se pague por ello (así, el principio de que “el que contamina, paga”). O, expresado de otro modo, que se trata de pagar un precio por causar daño. 6. Es obvio que, con respecto a ciertas conductas especialmente graves, ni la permisión con sujeción a tributación ni la permisión precisamente condicionada a la tributación constituyen soluciones adecuadas, sino que es necesario recurrir a una prohibición o mandato incondicionados. En tales casos, debe intervenir el Derecho sancionador. 3.3.4. La prevención comunicativa de daños mediante el Derecho administrativo sancionador. 1. El Derecho administrativo sancionador es Derecho punitivo, esto es, va más allá de exigir la mera compensación del daño causado, para imponer sanciones a los infractores. Para algunos, que parten de la noción de la unidad esencial del ordenamiento punitivo, sus diferencias con respecto al Derecho penal son meramente de grado. Ello es parcialmente cierto, pues existe un Derecho administrativo sancionador de conductas individualmente imputables cuyos presupuestos son sólo cuantitativamente diversos de los del Derecho penal. Por lo demás, en el conjunto del Derecho administrativo sancionador, las garantías formales del principio de legalidad muestran sólo diferencias de grado con respecto al principio de legalidad penal. Sin embargo, es necesario apuntar también la existencia de algunas diferencias que trascienden a lo meramente gradual. 2. En cuanto a su contenido, buena parte de las normas del Derecho administrativo sancionador -en realidad, las más específicamente administrativas- responden a exigencias de gestión sectorial de macroproblemas. Ello determina que, en ocasiones, ni la lesividad individual de la conducta ni la imputación subjetiva de ésta a su autor desempeñen un papel relevante. Lo decisivo es el carácter masivo con que se manifiesta una determinada forma de conducta individual y la gravedad de las consecuencias derivadas de su acumulación. En cuanto a la persecución, pocas dudas existen acerca de que el principio rector no es el de legalidad (procesal), sino el principio de oportunidad. Su dimensión institucional determina, por lo demás, que el Derecho administrativo sancionador sea un Derecho “de parte”: la Administración que sanciona no es imparcial o, por lo menos, no en la medida en que lo son los jueces y tribunales. Y el control jurisdiccional de la actividad sancionadora de la Administración por parte de los juzgados y tribunales de lo contencioso-administrativo es limitado a su naturaleza de “revisión de actos administrativos”. Todo ello, seguramente, determina que el Derecho administrativo sancionador no haya conseguido una dimensión expresiva, ético-social (o, desde otra perspectiva, estigmatizadora) de mucha intensidad. Lo que determina la proliferación de las denominadas “técnicas de neutralización”. 3. Pese a todo, no existe un criterio claro que permita determinar los ámbitos respectivos del Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador. Por ello, durante algún tiempo fue común que los movimientos despenalizadores propusieran el recurso al Derecho administrativo como alternativa al penal. Y, en los últimos años, lo frecuente es justo lo contrario: que conductas constitutivas inicialmente de ilícitos administrativos estén pasando a ser calificadas como conductas punibles. En la frontera, la opción por lo uno o por lo otro, en realidad, puede responder a consideraciones estratégicas de política jurídica. Aunque lo que esto pone de relieve es que, fuera del Derecho penal nuclear, existe todo un campo de ilícitos penales no sustancialmente distintos de los ilícitos administrativos. A éstos deberían asignarse consecuencias jurídico-penales no sustancialmente distintas (en su dimensión fáctica) de las propias del Derecho administrativo. 4. En realidad, esto no es específico de la relación entre el Derecho administrativo sancionador y el Derecho penal, sino que también sucede en la frontera entre el Derecho civil de daños y el Derecho penal. Lo problemático es, precisamente, determinar cuál es la zona de frontera. Así, por ejemplo, durante los años setenta del S.XX fue objeto de debate si el hurto de poca entidad (llamado “de bagatela”) -en particular, el producido en grandes almacenes de autoservicio- debía ser despenalizado para pasar a constituir un ilícito civil o, en su caso, una infracción administrativa. La propuesta fue mayoritariamente rechazada por entenderse que menospreciaba el intenso contenido ético-social de cualquier hurto, como atentado contra la propiedad que pone en cuestión un principio básico de nuestra organización social. Es decir, por entender que el hurto en ningún caso se hallaba fuera del núcleo del Derecho penal. Con todo, el debate se replantea periódicamente y sigue estando de actualidad en nuestros días. 3.4. Final: La prevención a través de leyes penales como prevención comunicativa 1. El Derecho penal pertenece básicamente a los medios de prevención comunicativa. Por ello, se sirve tanto de la apelación a la racionalidad instrumental (infundir miedo a las consecuencias que el delito tendrá para el que decida cometerlo) como de la apelación a la racionalidad valorativa. En este segundo plano pretende transmitir el valor social de los bienes que pueden ser afectados por quien delinca, así como el valor de la propia decisión social en tal sentido; por ambas vías se trata de hacer llegar al destinatario el deber de comportarse como se le indica. 2. En el Derecho penal como medio de prevención comunicativa ambos aspectos son muy relevantes. El primero, porque en toda decisión delictiva existe, en cierta medida, un cálculo de costes y beneficios. El segundo, porque pone de relieve que las normas penales no son condicionadas (como una norma técnica, por ejemplo), sino incondicionadas. Su mensaje no es, por tanto: “Si no quieres ir a la cárcel no mates”, sino que es “No debes matar”; esto es, no se trata sólo de que el comportamiento delictivo puede salir caro, sino de que no debe realizarse en absoluto. 3. Con todo, conviene no olvidar que el Derecho de las medidas de seguridad, que pertenece al Derecho penal en sentido amplio, sin dejar de tener una cierta dimensión comunicativa, muestra una sustancial dimensión fáctica. En efecto, la reclusión o tratamiento de los enfermos mentales peligrosos que cometieron un delito cumple, ante todo, efectos asegurativos y, en su caso, terapéuticos. Aunque también pueda apreciarse que reafirma el valor del bien lesionado por aquéllos y, en los casos en que ello se dé, el valor de la norma vulnerada.

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