Imputación objetiva y principio de lesividad
Por Mirentxu Corcoy Bidasolo
En la actualidad ya no es posible
calificar como “moderna” a la teoría de la imputación objetiva, tal como
se ha venido haciendo desde los años 80, cuando fue adoptada por la
doctrina y jurisprudencia penal. Se podría incluso afirmar que ha sido
tal su implantación que ha “muerto de éxito”. Una vez que,
progresivamente, se ha ido imponiendo, tanto en la doctrina como en la
jurisprudencia, ha perdido su significado y ha sufrido interpretaciones
muy diversas. De todas las versiones, acepciones e interpretaciones de
la imputación objetiva quería en este trabajo poner el acento en dos que
entiendo son las que han erosionado y destruido su capacidad de
restringir normativamente el tipo. En este sentido, especialmente por la
doctrina, se ha extendido su función hasta confundirse con la tipicidad
o la antijuricidad, aproximándose a la imputatio del S XIX. En otra
dirección ha sido utilizada, muy en especial por la jurisprudencia, como
sustitutivo de la causalidad obviando de esa forma la prueba de los
hechos e infringiendo el principio acusatorio y su correlativo de
presunción de inocencia. Desde esta posición la imputación objetiva ha
servido para eludir la prueba de los hechos.
La imputación objetiva es algo diferente
de la causalidad y ambas instituciones no deben contraponerse, como se
ha venido haciendo. No se debe restar sino sumar. La causalidad debe ser
entendida, no como fundamento de la tipicidad ni tan siquiera como nexo
entre conducta y resultado, sino desde una perspectiva esencialmente
procesal, como prueba de los hechos que son objeto de la acusación. En
el proceso penal es necesario probar, sin sombra de duda razonable
–principio in dubio pro reo- que los hechos han sucedido de una forma
determinada y obedeciendo a unas causas concretas -Hechos Probados- y
esto es lo que, en esta sede, denominamos causalidad.
Frente a esta propuesta, posiblemente por
las razones por las que surge la teoría de la impución objetiva, la
relación entre causalidad e imputación objetiva ha sido siempre de
contraposición, entre defensores de una y otra teoría. Este
enfrentamiento es la razón por la que la imputación objetiva ha debido
superar importantes escollos hasta ser admitida gradualmente, primero
por la doctrina y luego por la jurisprudencia y también está en el
origen de la confusión aludida entre ambas instituciones. Los problemas
que plantea la teoría de la conditio sine qua non, entendida
normativamente, condujo al auge de la imputación objetiva y,
correlativamente, al abandano de la causalidad. No obstante, todavía hoy
en día, la conditio sino qua non es utilizada, por un sector de la
doctrina y por la jurisprudencia mayoritaria, expresa o tácitamente, en
el nivel de la imputación objetiva.
La imputación objetiva se ha desarrollado
en la doctrina penal en estos últimos treinta años, aun cuando su
origen se encuentre en la doctrina civilista del siglo XIX[1].
Las dificultades para su aceptación responden, como anunciábamos, a la
reticencia a restar importancia a una institución como la causalidad
que, durante el tiempo en que han estado vigentes las doctrinas
causalistas en la teoría del delito, constituía el núcleo y esencia de
la antijuricidad. En los últimos tiempos el progresivo dominio de las
doctrinas finalistas, primero, y funcionalistas de distinto signo
después, ha llevado al abandono de la causalidad y a su sustitución por
la imputación objetiva. El desprecio a la causalidad y el pensamiento de
que la imputación objetiva es la panacea para solucionar todos los
problemas que surgen para atribuir un resultado a una conducta, ha
conducido a no requerir la prueba de cómo han sucedido efectivamente los
hechos objeto del proceso y ello ha provocado la infracción del
principio de presunción de inocencia y, correlativamente, en un momento
posterior, del principio in dubio pro reo. En consecuencia, la solución
ha de pasar por no confrontar ambas instituciones, o sustituir uno por
otra, sino muy al contrario otorgar a cada una de ellas, el lugar y el
significado que les corresponde.
Las consecuencia negativas, en relación
con el respeto de los principios referidos, podían haberse previsto
desde el momento en que la teoría de la imputación objetiva surge con la
voluntad de solucionar los problemas que suscita la prueba de la
relación causal. La crisis de la causalidad se debe, en especial, a dos
factores que, básicamente, tienen el mismo fundamento. La causalidad
alcanza su apogeo en un momento en el cual el mundo acata las leyes
físicas y de la naturaleza como dogma de fe, el positivismo se impone en
todos los ámbitos, se cree que las leyes físicas son exactas y que, en
consecuencia, fundamentando en ellas la responsabilidad penal se cumple
de la mejor forma posible con los principios de justicia e igualdad. La
relativización de esa exactitud y el “conocimiento del desconocimiento”
de las leyes físicas, que subsiste pese a los grandes avances
científicos, o mejor debido a ellos, supuso la crisis del positivismo
jurídico y, de ello, se derivó, así mismo, que el Derecho penal pusiera
en duda la validez de la relación causal, entendida como nexo
naturalístico entre conducta y resultado, como fundamento de la
atribución de responsabilidad penal. El descubrimiento de que no existen
leyes científicas con validez absoluta provoca la crisis de las
concepciones ontológicas y positivistas del Derecho penal y determina
que se abra paso una concepción normativista y funcional. Dentro de un
sistema teleológico y funcional del Derecho penal una institución como
la relación causal no puede fundamentar la responsabilidad penal, pero
sí puede y debe servir como límite previo, necesario para cumplir con
los principios de seguridad jurídica y presunción de inocencia.
En un principio, con la imputación
objetiva se persigue adaptar la causalidad a las exigencias de un
Derecho penal funcionalista, interpretado y aplicado de acuerdo con un
método teleológico. No obstante, posteriormente, ha ido evolucionado y,
se advierta o no, cuando se habla de imputación objetiva ya no se está
tratando de solucionar, exclusivamente, problemas relacionados con la
relación causal, ni en consecuencia problemas suscitados por la teoría
de la equivalencia de las condiciones o de la conditio sine qua non,
como fórmulas para probar la relación causal[2],
sino explicando el delito. En este sentido les asiste la razón a
quiénes critican la teoría de la imputación objetiva, en base a que
supone un retroceso en el desarrollo de la teoría del delito al
reducirse ésta a una cuestión de imputación. Por consiguiente,
posiciones como la defendida, por ejemplo, por Wolter, en el sentido de
que la imputación objetiva abarca a todo el sistema del Derecho penal
-causas de justificación, culpabilidad, individualización de la pena e
incluso el sistema procesal-penal-, desfiguran la utilidad de la
imputación objetiva[3].
En consecuencia, es necesario tanto
mantener la imputación objetiva en su contexto original –relación
normativa entre el resultado y la conducta típica- como no olvidar la
importancia de la causalidad, en un momento previo. Tanto la causalidad
como la imputación objetiva tienen una función propia y, por
consiguiente, es necesario superar la confrontación entre causalidad e
imputación objetiva porque son dos instituciones autónomas y válidas,
con naturalezas y finalidades propias. En otras palabras, la relación
causal y la relación de riesgo deben probarse en todos los delitos,
tanto comisivos como omisivos y ya sean de resultado o de mera
actividad.
Desde la concepción funcional del Derecho
penal se propone un acercamiento entre la dogmática y la
política-criminal, en cuanto el Derecho penal sirve a la prevención de
lesiones de bienes jurídicos, de acuerdo con los fines que se atribuyen a
la pena, por lo que las normas penales han de concebirse como normas de
motivación[4].
En esta dirección, la teoría de la imputación objetiva trata de servir a
esta nueva concepción del delito y, en particular, del injusto, de
forma que sólo puedan considerarse como jurídico-penalmente relevantes
los riesgos respecto de los que las normas penales quieren motivar al
ciudadano y que, en consecuencia, sólo puedan imputarse resultados
lesivos a riesgos de esa naturaleza.
Si atendiéramos, exclusivamente, a la
finalidad de protección de bienes jurídicos la causalidad sería
suficiente para fundamentar el castigo. Sin embargo, desde la
perspectiva de la función de motivación de la norma penal sólo la
imputación objetiva, en cuanto basa la imputación del resultado en la
existencia de un riesgo típicamente relevante, sirve para limitar las
conductas prohibidas, en el caso concreto. La naturaleza normativa de la
imputación objetiva, siempre que se conciba abarcando tanto el juicio
sobre el injusto típico doloso o imprudente como la imputación del
resultado, restringe la intervención del Derecho penal a aquellos
supuestos en los que es exigible al autor la protección del bien
jurídico. De esta forma el Derecho penal se limita a la protección de
bienes jurídico-penales protegibles, los únicos respecto de los que está
legitimada su intervención[5].
Si somos consecuentes con la concepción
normativa del injusto y la función de motivación de las normas penales,
no puede defenderse que la imputación "objetiva" sea ciertamente
"objetiva" y que sirva exclusivamente para probar la existencia de una
relación entre conducta y resultado, como sustitutivo estricto de la
relación causal. Hay que entender la imputación objetiva como un doble
juicio de atribución, es decir, no sólo del resultado a la conducta sino
previamente de atribución de relevancia típica a la conducta[6].
Desde esta perspectiva, en este primer nivel sólo puede afirmarse la
objetividad de la imputación objetiva en el sentido de que se trata de
un juicio objetivo, pero que abarca tanto los aspectos objetivos como
subjetivos del tipo[7].
La causalidad, por su naturaleza
ontológica, no sirve para fundamentar la relevancia jurídico-penal de
unos determinados acontecimientos. No obstante, y precisamente por dicha
naturaleza nos puede indicar, desde una perspectiva
científico-naturalística, cuál ha sido el devenir de esos
acontecimientos, por qué es probable que se hayan producido esos hechos y
qué razones, por el contrario, no pueden explicarlos[8].
La insuficiencia de la causalidad para
fundamentar la atribución de responsabilidad penal a una persona puede
ser sobradamente demostrada con el ejemplo más sencillo:
1º) A muere por el impacto de bala de una
pistola disparada por B. ¿Es posible con estos datos considerar que B
es autor de un homicidio doloso? Hemos de contestar tajantemente que no.
Veamos algunos supuestos posibles: a) el disparo se habría podido
producir por ser la pistola defectuosa y pese a llevar el seguro haberse
disparado, en cuyo caso la muerte podría atribuirse al fabricante; b)
podría haber ocurrido, por ejemplo, que B la hubiese cargado con salvas
para gastar una broma a A y que C, conociendo esta circunstancia,
hubiese cambiado las salvas por balas, en cuyo caso la muerte debería
atribuirse a C; c) otra posibilidad es que B tratase de matar a un perro
rabioso y en ese momento A se cruza inopinadamente en la trayectoria de
la bala, en cuyo caso estaríamos, en principio, ante un caso fortuito o
máxime un homicidio imprudente. Se podrían seguir buscando
posibilidades pero creo que queda sobradamente demostrado que lo
importante no es que A haya muerto de un disparo realizado por B, sino
que A ha muerto del disparo realizado dolosamente por B sobre una parte
vital del cuerpo de A o que A ha muerto por el estado defectuoso de la
pistola, por lo que su muerte podría atribuirse al fabricante.
Si en un ejemplo como el anterior, donde a
primera vista parecería que la relación causal sería suficiente para
atribuir responsabilidad penal, vemos que no es así, la certeza de la
insuficiencia de la causalidad se evidencia cuando intervienen varias
personas, e incluso la víctima, en el curso causal. Ello se pone de
manifiesto en los ámbitos propios de la delincuencia imprudente, como la
medicina, el tráfico viario o el trabajo.
Pongamos otros dos ejemplos:
2º) A muere de VIH, por una transfusión
de sangre que el cirujano B le inyecta en el transcurso de una
operación. La relación causal sólo puede explicarnos que A ha muerto de
VIH por la sangre inyectada por B, y ello sólo, en tanto en cuanto, se
pruebe que no ha existido ninguna otra posibilidad de que A se haya
contagiado por otra vía. Partiendo de que esté probado que la causa del
contagio es la sangre transfundida por B, para la atribución de
responsabilidad penal habrá que determinar quién tenía la competencia de
que la sangre utilizada durante la operación no estuviese contaminada.
La responsabilidad puede recaer desde el director del hospital que
adquirió sangre que no estaba analizada, al jefe del servicio de
hematología que dejó salir sangre sin haber realizado las pruebas
pertinentes, a la enfermera que realizó incorrectamente las pruebas que
el jefe de servicio le había ordenado.
3º) A, obrero de la construcción, cuando
está trabajando en una obra sin el casco reglamentario, muere por el
golpe causado en la cabeza por un ladrillo que ha dejado caer B. La
causa de la muerte es el ladrillo que B ha dejado caer pero ¿quién es
responsable de la muerte de A? La respuesta ya no es tan sencilla, es
posible que sea la propia víctima que se negaba, pese a los repetidos
requerimientos de sus superiores, a ponerse el casco; puede ser
responsable, dolosa o imprudentemente, B que, o bien ha dejado caer
conscientemente el ladrillo para matar a A o, bien, no ha tenido el
cuidado debido y por ello le ha caído el ladrillo; también puede ser
responsable, sólo o conjuntamente con B o con A, el encargado que no ha
exigido que A se pusiese el casco o el constructor que no ha facilitado
los cascos reglamentarios.
Creo que los sencillos casos anteriores
sirven como ejemplo de que la causalidad no nos ofrece la respuesta que
desde el Derecho penal es necesaria para atribuir responsabilidad penal a
una persona. Es decir, no responde a la pregunta de quién es
responsable de la muerte sino, únicamente, a cuál es la causa de la
muerte, o mejor aun, a cuál es "una" de las probables causas de la
muerte. Lo que interesa, desde la perspectiva del Derecho penal, es
determinar a quién puede imputarse un riesgo típico, es decir, un riesgo
relevante jurídico-penalmente creado por la conducta dolosa o
imprudente de una persona, o no controlado, por quién tenía la
competencia y el deber de hacerlo. En otras palabras el Derecho penal lo
que necesita saber es quién tenía el deber de evitar esa clase de
lesión de ese bien jurídico-penal.
Pese a las insuficiencias que muestra la
causalidad en orden a atribuir responsabilidad penal por la imputación
de un resultado lesivo, en un momento previo sí que es necesario probar
cuál es la causa de la muerte o cuál es la causa de que un producto sea
nocivo…., es decir, cómo se han desarrollado los acontecimientos que han
llevado a la producción de un resultado lesivo.
Al igual que la conducta humana voluntaria es un elemento previo al injusto, que debe concurrir en cualquier caso[9],
también es necesario saber por qué y en que circunstancias se ha
producido una determinada situación o un determinado resultado y para
ello necesitamos de la causalidad[10].
Atendiendo a la naturaleza ontológica de la relación causal, su prueba
no puede ser normativa sino científica. En consecuencia, serán los
peritos quienes nos deben explicar cuál es la causa de un determinado
suceso, de acuerdo con leyes científicas de probabilidad y, sobre todo
advertir sobre qué circunstancias no pueden ser las causas, con
independencia de que, finalmente, debe ser siempre el Juez o Tribunal
quien valore, en conciencia, esos peritajes. La libre valoración de la
prueba (art. 741 LECrim) determina, que los dictámenes periciales no
vinculan al juzgador. No obstante, la libre valoración no permite
considerar causalidad algo que no lo es, porque se deben respetar los
conocimientos científicos que definen causalidad y que están vinculados
al significado convencional de un término. La ley causal no puede
“crearse” por el juzgador, pasando por encima de los conocimientos
científicos como, por ejemplo, se llevo a efecto en el “caso de la
colza”, donde puede advertirse con claridad los efectos de la confusión
entre causalidad e imputación objetiva[11].
El límite a la libre valoración de la
prueba se encuentra en el principio de presunción de inocencia que
resulta vulnerado siempre que no se hayan acreditado suficientemente los
hechos sobre los que debe recaer la posterior valoración jurídica, a
través de la actividad probatoria de cargo[12]. El problema surge cuando no contamos con prueba directa de lo acontecido sino únicamente con pruebas indiciarias[13],
o cuando la ley de probabilidad, en que se basa el nexo entre la
conducta y el resultado, no está suficientemente acreditada. En ambos
casos se ha de ser especialmente riguroso en cuanto a la exigencia de
una motivación suficiente, que permita determinar, en un recurso de
apelación ante la Audiencia Provincial, de casación ante el Tribunal
Supremo, o de amparo ante el Tribunal Constitucional, por vulneración
del principio de presunción de inocencia, si el proceso deductivo es
arbitrario, irracional o absurdo[14].
La distinción entre causalidad e imputación objetiva es análoga a la que “debería existir”[15],
entre los Hechos Probados y los Fundamentos Jurídicos de una sentencia.
La doctrina penal no debería coadyuvar a esta confusión, tal y como
está sucediendo, no resaltando el distinto significado de la causalidad y
la imputación objetiva y estableciendo una distinción tajante entre
ambas, como dos momentos diferentes y de distinta naturaleza[16].
Mientras el nivel de la causalidad es fáctico –Hechos Probados-, el
nivel de la imputación objetiva es normativo –Fundamentos Jurídicos- y
requiere, por consiguiente, el juicio previo sobre la relevancia
jurídico-penal del riesgo al que, en su caso, se imputara el resultado.
Este juicio, a su vez, exige valorar la concurrencia del tipo subjetivo
puesto que un riesgo que no es ni doloso ni imprudente en ningún caso
puede ser penalmente relevante –principio de culpabilidad, arts. 5 y 10
CP 1995-. No obstante, en la realización del referido juicio no puede
olvidarse que las afirmaciones valorativas no tienen sentido si no se
precisa a que hechos –previamente probados- se refieren[17], por ello es importante la determinación suficiente de los hechos que deben ser objeto de valoración[18].
Si nos remitimos a los ejemplos
anteriores podemos apreciar la importancia de la causalidad, como
momento previo a la imputación objetiva:
En el supuesto 1º) la causalidad nos
explica que la causa de la muerte de A es el disparo realizado por la
escopeta de B. En el caso 2º) La causalidad nos explica que A ha muerto
de VIH y que se contagió con una transfusión en el transcurso de una
operación quirúrgica realizada por B. En 3º) A muere de un golpe en la
cabeza propinado por un ladrillo que B dejó caer desde lo alto del
edificio donde ambos trabajaban. Todos estos datos son imprescindibles
para, en un momento posterior, proceder a determinar qué riesgo es
típicamente relevante para la producción del resultado -presupuesto de
imputación y relación de riesgo- y a quién puede imputarse este riesgo
–relación de autoría-. Vemos también que la causalidad concurre tanto en
supuestos que desde un punto de vista jurídico-penal serán calificados
como omisivos como en los que se consideraran comisivos. Así, por
ejemplo, en 1º) si A muere por el estado defectuoso de la pistola,
estaremos frente a un supuesto omisivo desde la perspectiva
jurídico-penal; lo mismo sucede en 2º) si A muere porque el jefe de
hematología no ordenó realizar las pruebas pertinentes en la sangre
transfundida; ó en 3º) si A muere porque el constructor no quiso colocar
redes para ahorrarse un gasto.
De acuerdo con leyes científicas de
probabilidad no existirá causalidad cuando se hayan producido resultados
que no puedan explicar su origen en los hechos probados, objeto de
enjuiciamiento. Afirmar la existencia de causalidad sin que exista una
ley general en la que sustentarla, aun cuando sea una ley de
probabilidad, supone invertir la carga de la prueba y, por tanto,
infringir el principio de presunción de inocencia[19].
El principio de presunción de inocencia implica que es necesario llevar
a efecto, por las partes acusadoras, una actividad probatoria que sirva
para desvirtuar la inocencia. La carga de la prueba corresponde a la
acusación y requiere probar positivamente que concurren todos los
elementos típicos que fundamentan la comisión de un delito, así como la
relación de autoría, es decir, la prueba de que esos hechos son
atribuibles a una persona determinada.
Entre los requisitos que establece el Tribunal Constitucional[20],
en relación con el principio de presunción de inocencia, el primero se
refiere a que la carga de la prueba sobre los hechos constitutivos de la
pretensión penal corresponde exclusivamente a la acusación, sin que sea
exigible a la defensa una "probatio diabólica" de los hechos negativos.
Así, por ejemplo, en el caso de la colza,
aun cuando había datos que estadísticamente señalaban la existencia de
una ley de probabilidad entre la ingesta de aceite de colza
desnaturalizado y las lesiones y muertes, había otros supuestos que no
podían ser explicados por ese hecho, puesto que resultó probado que
personas que habían sufrido la misma enfermedad no habían consumido el
referido aceite. Por consiguiente, en este caso las pruebas indiciarias
existentes resultan desvirtuadas por otros datos, creo que suficientes,
para romper la ley causal, en base a que: 1º) algunos de los que
sufrieron la enfermedad no habían ingerido aceite de colza; y 2º) los
síntomas de la enfermedad no se corresponden con los efectos de la
intoxicación con anilidas, que según el tribunal está en el origen de
las lesiones y muertes. Consecuentemente, no tiene sentido la atribución
de responsabilidad penal por los resultado lesivos a los responsables
de la desnaturalización del aceite, en base a criterios de imputación
objetiva[21].
En otros casos el problema no radica en
la causalidad sino en la imputación objetiva, porque no se suscita una
cuestión de causalidad sino de atribución de responsabilidades en base a
la concurrencia de un riesgo típico.
Así, por ejemplo, en el caso de la presa de Tous[22],
es evidente que la causa de las muertes, lesiones y daños, junto a las
lluvias torrenciales, se debió al hecho de que no se abriesen a tiempo
las compuertas de la presa para de esta forma evitar su rotura y la
posterior avalancha de agua que arrasó todo a su paso. A partir de la
causa –no apertura de la presa- se debe buscar quiénes eran los
responsables de esa apertura y en ese caso concreto el responsable o
responsables de que funcionase incorrectamente el mecanismo de apertura y
de que no se avisase a tiempo al ingeniero encargado de la presa.
En todo caso, no hay que olvidar que
sistemáticamente tiene que establecerse una prelación entre causalidad e
imputación objetiva, de forma que cuando no pueda probarse la
causalidad entre una conducta y un resultado ya no será necesario tratar
problema alguno de imputación objetiva, puesto que no existen unos
Hechos Probados que deban ser valorados.
El problema surge de la confusión que se
suscita entre causalidad e imputación objetiva, en especial, en las
llamadas “conductas alternativas adecuadas a derecho” y en la llamada
“causalidad cumulativa”. Es posible que el origen del problema se
encuentre en el hecho de que, un amplio sector de la doctrina alemana[23],
contraponía causalidad e imputación objetiva y al mismo tiempo
introducía, en el análisis de la imputación objetiva, criterios que
tradicionalmente se habían utilizado en la causalidad. Esta cuestión se
advierte con especial claridad en las llamadas “conductas alternativas
adecuadas a derecho”, para cuya solución se recurre a fórmulas que
reproducen la conditio sine qua non, intentando probar si se habría
producido el resultado si la conducta hubiera sido la “adecuada”[24].
Así, por ejemplo, en el caso del alud
(Tribunal federal suizo, BGE, 91, IV, 117). El acusado, un productor de
películas de esquí, recibió una alerta de alud, alerta que comunicó sólo
parcialmente a los actores-esquiadores, que decidieron pese a todo
esquiar. Algunos de ellos perdieron la vida en el alud. La discusión se
ha centrado en tratar de probar que hubiera sucedido si el productor
hubiera informado a los autores, como era su deber. Se parte de que la
conducta alternativa adecuada era informar y se trata de probar que
hubiera sucedido si los esquiadores hubieran sido informados
correctamente del peligro[25].
Si seguimos el método aquí propuesto,
primero determinaremos los hechos probados, que en este caso sólo
ofrecen una pequeña duda en cuanto a cuál fue el nivel de información
sobre el riego de alud que tuvieron los esquiadores. Si pasamos al nivel
de la imputación objetiva deberemos examinar si la conducta del
productor puede calificarse como riesgo jurídico-penalmente relevante y
para ello debemos analizar si efectivamente hubo consentimiento en el
riesgo por parte de los esquiadores, en cuyo caso estaríamos ante una
autopuesta en peligro de éstos y, por consiguiente, no cabría predicar
responsabilidad alguna respecto del productor. En este caso, no puede
afirmarse este consentimiento libre porque los esquiadores desconocían
el peligro exacto con el que se enfrentaban.
En consecuencia, la cuestión relevante
será determinar si el productor infringe una norma de cuidado que
finalmente desemboca en el resultado lesivo, El productor infringe su
deber pues era quien tenía esos conocimientos especiales y además era
quien decidía si ese día se filmaba o en qué lugar se filmaba. Por
consiguiente, el control del riesgo lo tenía el productor y su “conducta
alternativa adecuada” no era únicamente la de informar, sino que era no
filmar en ese lugar. No olvidemos que aun cuando los
actores-esquiadores puedan tener un salario alto son trabajadores y el
deber del empresario es evitar que corran riesgos superiores al
permitido. Esquiar en muchos casos puede implicar un peligro de aludes u
otros diferentes, pero esos riesgos, en principio son permitidos, no
obstante, ese nivel de permisión se supera si existe el conocimiento de
un peligro concreto, tal y como sucede en este caso[26].
Esta situación también tiene su reflejo
en el proceso, puesto que el perito aparta su atención del curso causal
real para dirigirlo al curso hipotético que no se puede probar[27].
El problema se acentúa desde el momento en que para tratar de probar
ese curso hipotético se toma en consideración lo que hubiera sucedido
con la conducta alternativa a derecho, cuando no existe una única
conducta alternativa adecuada a derecho sino varias posibles, como se
veía en el ejemplo anterior.
Podemos poner como ejemplo otro conocido
caso de la jurisprudencia alemana, el caso del ciclista o del camionero
–Lastzugfall ó Radfahrerfall- (BGH, 25 septiembre 1957)[28].
El camionero adelanta al ciclista ebrio a 0,75 metros, sin guardar la
distancia de seguridad reglamentaria de 1 m. (§ 10 StVO). La discusión
en la sentencia, y, posteriormente en la doctrina, se desarrolla en
torno a qué hubiera sucedido si hubiera adelantado a 1 metro, probando
que el resultado se hubiera producido igual. La cuestión es que es más
que discutible que la “conducta adecuada” sea, únicamente, adelantar a
la distancia reglamentaria puesto que, si por ejemplo el camionero
hubiera debido advertir la ebriedad del ciclista la “conducta adecuada”
hubiera sido “no adelantar” ó “adelantar a tres metros de distancia” ó
“hacer sonar el claxón”.
La confusión entre relación causal e
imputación objetiva adquiere especial relevancia, como ya enunciaba, en
relación con el principio de presunción de inocencia que sólo afecta a
la causalidad no a la imputación objetiva. La imputación objetiva, en
cuanto se concibe como la valoración por el juez de los hechos probados,
no resulta afectada por el principio de presunción de inocencia sino
por la exigencia de motivación y congruencia y por el principio in dubio
pro reo[29].
Por consiguiente, la validez de una ley causal general no puede
remitirse a la cuestión de la libre valoración de la prueba, sino que el
juez debe decidir si las razones expuestas por los peritos son
suficientes para aceptar esa ley causal[30].
De las consecuencias negativas a las que
lleva la confusión entre el nivel de la causalidad y el de la imputación
objetiva es un claro ejemplo, la STC de 5 de mayo de 2000, en la que se
afirma la infracción del principio de presunción de inocencia al
entender que las respectivas sentencias, del Juzgado y de la Audiencia,
no probaron la autoría. En este supuesto resulta probado: 1) la
existencia de zarzales y deshechos en la finca del acusado, antes de
ocurrir el incendio; 2) que la finca se encontraba vallada en todo su
perímetro; 3) la existencia de dos hogueras distintas y distantes la una
de la otra varias decenas de metros en el interior de la finca; la
presencia del acusado en la finca, momentos antes de comenzar el
incendio y durante el mismo en un edificio próximo a los dos focos de
fuego; 4) las condiciones meteorológicas concurrentes que facilitaban la
propagación del fuego; haberse extendido el fuego paralelamente a las
hogueras; 5) los efectos del incendio. El Tribunal Constitucional
entiende que todo ello no prueba suficientemente que el acusado
realizara la conducta tipificada como delito.
Esta afirmación es cierta sólo porque, en
el Fundamento Jurídico de las sentencias recurridas, la imprudencia se
fundamentaba en que el acusado provocó el fuego personalmente, y es
cierto que, de los hechos probados, no se desprende que el acusado “se
puso a quemar”, como se afirma en las sentencias. Sin embargo, con estos
mismos hechos probados se puede fundamentar la existencia de un riesgo
típico imprudente atribuible al acusado y al que se puede imputar el
resultado. Ello es así porque el acusado, atendiendo a los hechos
probados, aun cuando no hubiera realizado personalmente las hogueras,
dadas las circunstancias infringe un deber de cuidado elemental al no
evitar la propagación del fuego teniendo el deber de hacerlo. Es decir,
la infracción del principio de presunción de inocencia no se produce por
falta de prueba de cargo sino por una incorrecta fundamentación
jurídica del porqué la conducta del procesado, independientemente de que
quemara personalmente los rastrojos o no, se puede calificar como
riesgo típico imprudente al que imputar el resultado. Es decir, se trata
de un supuesto de incongruencia –incorrecta subsunción- entre los
hechos probados y los fundamentos jurídicos más que de un problema de
presunción de inocencia.
No distinguir entre causalidad –empírica-
e imputación objetiva –normativa- tiene también consecuencias, pienso
que negativas, en los llamados supuestos de “causalidad psíquica”. Es
cierto que la “causalidad psíquica” puede probarse, igual que cualquier
otra ley causal, si aceptamos las leyes de probabilidad, aportadas por
la psicología o la psiquiatría[31],
que sirven para determinar cómo se han desarrollado los
acontecimientos. No obstante, la aceptación de esa ley de probabilidad
no debe consistir en introducir de nuevo una conducta hipotética para
valorar que hubiera sucedido “en ese caso”, sino únicamente valorar si
la conducta del autor, tal y como se ha probado que se realizó,
efectivamente influyo en la de la víctima y si este influjo es relevante
desde una perspectiva jurídico-penal[32].
Un problema de esta clase se suscita en el llamado caso del pasante de Derecho (BGHSt, 13, 13)[33],
donde un pasante se hace pasar por Juez y hace creer a un comerciante
que espera recibir en breve dinero de sus acciones en empresas mineras y
otra cantidad de dinero de su padre rico, tras lo cual el comerciante
le otorga un crédito de 2.000 marcos alemanes. Intentar probar, sin
infringir el principio de presunción de inocencia, la causalidad entre
un engaño y un perjuicio, en base a la llamada “causalidad psíquica”,
pienso que es imposible, porque si nos preguntamos que hubiéramos hecho
en determinada ocasión o que haríamos frente a una situación concreta,
nos mentiríamos a nosotros mismos si afirmáramos que sabíamos como
actuaríamos. Podemos, por el contrario, probar como sucedieron realmente
los hechos y, en este caso la única duda que nos queda al respecto es
si realmente el pasante se hizo pasar por Juez. Por consiguiente, el
Juez debe valorar, desde una perspectiva ex ante, si el comerciante
efectivamente otorgó el crédito en base a las afirmaciones falsas de
futuros recursos del pasante de derecho, en otras palabras, debe valorar
si el engaño es idóneo, es decir, típico. En la valoración el Juez
deben tomar en consideración todas las circunstancias concurrentes,
incluidos los conocimientos y capacidades especiales de autor y víctima.
Las consecuencias negativas de no
distinguir entre los dos niveles surgen también cuando nos enfrentamos a
supuestos de coautoría y autoría accesoria. Aun cuando en esta sede no
es posible profundizar en este tema, quiero únicamente señalar que
distinguir entre causalidad e imputación objetiva permite distinguir el
tratamiento de los supuestos de coautoría respecto de los de autoría
accesoria. En la coautoría, en cuanto se requiere un dominio conjunto
del hecho, sólo es necesario probar los acontecimientos conjuntamente.
Por el contrario, en los supuestos de autoría accesoria sí que es
necesario probar la causalidad respecto de la conducta de cada uno de
los autores accesorios ó, en su caso, del autor/es y la víctima. Se
trata de supuestos a los que se conoce como de “causalidad cumulativa” o
de “concurrencia de culpas” y que realmente lo que plantean es un
problema de imputación objetiva por “concurrencia de riesgos”[34].
La distinción entre causalidad y
coautoría permite también afirmar que en supuestos de coautoría no es
necesario probar la causalidad respecto de la conducta de cada autor,
sino que como hechos probados –causalidad- se deberá probar únicamente
que existe una vinculación causal entre la decisión conjunta de los
coautores y el resultado[35] [36].
En sentido opuesto, la comprobación de la causalidad entre una conducta
y el resultado no implica la coautoría. Este problema se suscita cuando
un interviniente no evita un resultado pudiendo hacerlo –coautoría
adhesiva o sucesiva-[37].
En consecuencia, para poder conocer qué
hechos deben examinarse, en orden a determinar su relevancia
jurídico-penal, es necesario fijar, en un primer momento, cómo han
sucedido los acontecimientos, es decir, es necesario probar
positivamente, con una probabilidad rayana en la certeza cuál ha sido el
devenir de los hechos, atendiendo a leyes generales, ya sean naturales,
estadísticas o, incluso, sociales. El hecho que se trate de leyes de
probabilidad y no absolutas no implica que se sustituya la causalidad
por el incremento del riesgo, porque probar la causalidad supone aportar
la mayor certeza posible de cómo se produjeron los hechos, mientras que
el incremento del riesgo, como criterio de imputación objetiva, supone
valorar si el aumento de la probabilidad de producción del resultado es
un riesgo suficiente e idóneo para lesionar un bien jurídico-penal, por
no tratarse de un riesgo permitido o insignificante[38].
En el ámbito del proceso ello supone la
exigencia de una Instrucción que posibilite practicar las pruebas
necesarias para que, posteriormente, el Juez o Tribunal cuente con
criterios suficientes para saber cómo sucedieron los hechos. Cuando,
practicadas las pruebas pertinentes, los hechos no pueden ser probados
suficientemente, de acuerdo con leyes causales que cuenten con una
aprobación relevante de expertos competentes en esa materia, debería
regir el principio de presunción de inocencia y llevar a la absolución.
Ello es así porque no es posible llevar a efecto un juicio valorativo
sobre la relevancia jurídico-penal de una determinada conducta si
previamente no se cuenta con unos hechos racionalmente probados.
Obviar la causalidad supone, en
definitiva, infringir el principio de presunción de inocencia, sin que,
por el contrario, la prueba racional de cómo se han desarrollado los
acontecimientos presuponga la calificación jurídico-penal, puesto que
ésta deberá llevarse a efecto en términos de imputación objetiva a
través de una valoración acorde con criterios normativos. Por el
contrario, una vez probada la causalidad ya no rige el principio de
presunción de inocencia sino, únicamente cuando exista una duda
razonable sobre si el riesgo creado se ha realizado en el resultado,
desplegará su eficacia el principio in dubio pro reo.
Por consiguiente, en segundo lugar, pero
no por ello menos importante, la valoración jurídica de los hechos debe
ser congruente con lo que efectivamente se ha probado. Las valoraciones
por sí mismas nunca pueden servir para probar hechos[39]
y la fundamentación jurídica del por qué una conducta tiene relevancia
jurídico-penal debe obtenerse a partir de los hechos probados, a través
de un proceso de subsunción, sin llevar a efecto saltos en el vacío. La
valoración jurídica de los hechos no es fáctica sino normativa y, en
consecuencia, requiere la determinación del tipo objetivo y el
subjetivo, puesto que la relevancia jurídico-penal de unos hechos no
puede afirmarse cuando no existe ni dolo ni imprudencia y del mismo
modo, un riesgo puede no ser relevante como riesgo doloso, por no estar
acreditado el dolo, pero ser relevante como riesgo típico imprudente,
por existir una deber de cuidado infringido por el sujeto al que se
puede imputar el resultado.
Veamos dos ejemplos;
1º) Caso del autostopista, STS, de 26 de febrero de 2000[40].
En ella se niega la imputación objetiva de unas lesiones a título
doloso, en un supuesto en el que la víctima, Iván, es recogida haciendo
autostop y una vez en el vehículo es intimidada por el conductor,
Joaquín, quien le pide que le entregue los objetos de valor y el reloj
diciéndole que tiene una navaja. Iván se niega y le ruega que pare que
sino se tira del vehículo, Joaquín afirma que le da igual que se tire,
Iván se tira y resulta con lesiones de cierta gravedad. En la sentencia
se afirma que no puede imputarse este resultado a la conducta de Joaquín
porque “para proteger su reloj asumió, por propia decisión, un peligro
extraordinariamente mayor que aquel al que realmente estaba sometido.”.
Esta afirmación es discutible, puesto que para poder afirmar que estamos
frente a una autopuesta en peligro de la víctima es necesario un
consentimiento libre, que no se da en este caso y, por otros lado, el
peligro no estribaba únicamente en una agresión a la propiedad, sino
también previsiblemente respecto de la vida –amenaza con una navaja- y
otra evidente respecto de la libertad, puesto que desde el momento que
se niega a parar el vehículo está cometiendo un delito de detenciones
ilegales. Por todo ello, aun cuando el riesgo inmediato lo haya creado
Iván, Joaquín al negarse a parar el vehículo asume el riesgo de que Iván
efectivamente se tire y se lesione. En la sentencia se afirma que la
existencia o no de dolo es irrelevante por tratarse de un problema de
imputación objetiva. Ello es discutible, puesto que, si bien pude
afirmarse que Joaquín no crea un riesgo doloso de que Iván se lesione,
también es cierto que al privarle de libertad asume voluntariamente una
posición de garante respecto de la conductas peligrosas previsibles de
Iván, como lo es la de tirarse, pues es él, únicamente, quien tiene el
dominio del hecho[41].
Por otra parte, no puede obviarse que el deber de cuidado, en la
imprudencia, puede abarcar riesgos que, desde la perspectiva del delito
doloso, no serían relevantes.
2º) Caso del puñetazo a
persona con VIH, STS 29 de mayo de 1999. En este supuesto Julio dio dos
puñetazos a Andrés, el primero en la boca y el segundo en el abdomen.
Andrés sufrió una herida en el labio y una contusión en región occipital
derecha. Asimismo una rotura vascular a nivel del meso, por encima del
con transverso que sangrando de forma lenta hasta unos 2,53 litros,
causó un schock hipovolémico determinante de su fallecimiento. La
víctima padecía VIH, que fue lo que hizo mortal el traumatismo según el
informe del forense. El acusado recurre su condena como autor de un
homicidio por imprudencia grave, en base a que no podía saber que el
agredido padeciera VIH. En la sentencia se afirma que está alegación no
se sostiene porque corresponde solo al dolo y que en la imprudencia lo
relevante es que se trata de un "riesgo superior al permitido". De esta
forma, en la imprudencia, estamos ante otra forma de responsabilidad
objetiva, puesto que si bien es cierto que en la imprudencia no es
necesario que el autor conociera la enfermedad de la víctima si que al
menos hay que plantearse si tenía el deber de conocerlo, tal y como en
cierta medida alega el recurrente.
Vemos pues la necesidad de
examinar la concurrencia del tipo subjetivo, tanto en los hechos
dolosos como en los imprudentes, antes de proceder a la imputación
objetiva, para evitar otra forma de responsabilidad objetiva al afirma
la prohibición del riesgo sin comprobar previamente si ese riesgo es
doloso o imprudente.
La teoría de la imputación objetiva no ha sido interpretada uniformemente por la doctrina que ha adoptado distintas concepciones[42].
Por lo que se ha ido desarrollando en los apartados anteriores se puede
advertir que la opción que defiendo es la de entender que la imputación
estrictamente objetiva del resultado sólo puede predicarse respecto de
la prueba de la relación de riesgo, siendo necesario un primer momento
en el que, desde una perspectiva ex ante y objetivada, se atribuye
relevancia típica a la conducta del sujeto, es decir un primer juicio de
imputación, al que podemos denominar: Presupuesto de imputación. En
este primer juicio se trata de determinar, de acuerdo con criterios
teleológicos, si se ha creado un riesgo jurídico-penalmente relevante
como consecuencia de un comportamiento humano o si no se ha controlado
un riesgo existiendo el deber de hacerlo, de forma que equivalga a su
creación. Este juicio no es puramente objetivo puesto que se tienen en
cuenta los conocimientos que el sujeto tenía respecto del riesgo que
estaba creando con su conducta. Se ha de determinar si el sujeto crea un
riesgo doloso o imprudente o, en su caso, un riesgo en parte doloso y
en parte imprudente, ya que ello será fundamental para, en un segundo
momento, ex post, poder saber a cuál de estos riesgos se ha de atribuir
el resultado. Sólo de esta forma es posible que los criterios para
probar la relación de riesgo, como los de la finalidad de protección de
la norma o el del incremento del riesgo, sean efectivamente
“normativos”, puesto que en ambos casos es necesario conocer la
relevancia jurídico-penal del riesgo para poder determinar si es ese
riesgo y no otro el que se ha realizado en el resultado. En este segundo
momento se trata de probar la relación de riesgo y, en este caso, sí
que estamos frente a un juicio estrictamente objetivo y ex post sobre la
existencia de un nexo normativo entre conducta y resultado, momento al
que denominaremos: Imputación objetiva, en sentido estricto.
Como momento previo a poder probar la
relación de riesgo es necesario un juicio ex ante objetivo-subjetivo
sobre la conducta. En los supuestos en los que el sujeto realiza
conscientemente la conducta peligrosa para un bien jurídico, aceptando
su posible lesión, es decir, en los casos de creación de un riesgo
típico doloso se ha dicho que este primer momento de la imputación
objetiva carece prácticamente de importancia. Ello ha llevado a algunos
autores, como Armin Kaufmann[43],
a poner en duda la validez en determinados delitos dolosos, como el
homicidio o las lesiones, de la imputación objetiva, puesto que cabe
entender que la aceptación de que un riesgo puede causar la muerte o
lesiones conlleva afirmar que se trata de un riesgo típico de homicidio o
lesiones, incluso cuando no sea objetivamente adecuado para causar esa
lesión -tentativa inidónea-[44].
Esta conclusión no es totalmente acertada
puesto que si bien es verdad que en los delitos dolosos probar la
tipicidad de la conducta es, al menos aparentemente, más sencillo que en
los imprudentes, también es cierto que, por ejemplo, en la práctica de
muchos deportes se crean riesgos típicos dolosos de lesionar que pese a
todo no se consideran típicamente relevantes. Los problemas de
imputación en los delitos dolosos, incluso de homicidio o lesiones, se
repite en cualquier ámbito cuando la creación del riesgo se produce en
el seno de organizaciones. La importancia de este juicio ex ante sobre
la tipicidad del riesgo, en el ámbito de los delitos dolosos, aumenta
proporcionalmente a la importancia, que frente a determinadas conductas
típicas, alcanza el riesgo permitido y la adecuación social, así, por
ejemplo, en delitos como injurias, amenazas, allanamiento de morada,
estafa, cohecho..... Por consiguiente, hemos de afirmar que siempre se
ha de probar que la conducta del sujeto era relevante desde una
perspectiva jurídico-penal, en tanto no permitida, suficiente y adecuada
ex ante para lesionar el bien jurídico-penal protegido en ese precepto
penal, y no sólo la concurrencia formal de los elementos típicos.
Por consiguiente, para poder llevar a
efecto adecuadamente el juicio sobre la relevancia típica de una
conducta es imprescindible hacer referencia a algunos de los criterios
que entiendo restringen el ámbito del tipo, tanto en los delitos dolosos
como en los imprudentes: riesgo permitido, principio de
insignificancia, consentimiento, principio de confianza y adecuación
social. En esta sede no es posible entrar en profundidad en su
desarrollo por lo que me limitaré a establecer algunas conclusiones
respecto de cada uno de ellos.
La importancia del criterio del riesgo
permitido se evidencia en las actividades consideradas como peligrosas.
Ello es así porque en ellas existe siempre una parte del riesgo que no
puede ser evitado ni, en consecuencia, puede ser exigible preverlo,
razón por la que son consideradas peligrosas. La cantidad de riesgo que
es considerado como permitido en una actividad no es algo estático, sino
que depende de tres factores:
1º) La utilidad de la conducta. Se
plantea un conflicto de intereses entre la mayor o menor utilidad social
y el riesgo que se entiende no puede ser previsto (en realidad, que no
es exigible prever).
2º) Las posibilidades técnicas de
controlar el peligro inherente a la actividad. Será riesgo permitido
siempre que la conducta sea útil y no exista otro medio o forma de
llevarla a efecto.
3º) En este punto se tienen en cuenta los
costes que la evitación de todos los riesgos posibles conllevaría para
la sociedad en general, para la empresa, en particular, o para los
trabajadores.
El mayor o menor riesgo que se considere
permitido dependerá pues de la utilidad y de las posibilidades de exigir
medidas de cuidado, es decir, de los medios que la técnica ofrece para
el control de los riesgos, junto a los costes de estas medidas. En
general, la frontera entre el riesgo permitido y no permitido hay que
buscarla en una valoración ex ante de los intereses en juego. Para
determinar el ámbito del riesgo permitido se ponderarán, por un lado, la
utilidad social de la actividad en que se desarrolla la conducta y, por
otro, la amplitud y proximidad de la lesión del bien jurídico: grado de
probabilidad de lesión y clases de bienes jurídicos amenazados.
Así, por ejemplo, en los supuestos de
administración de fármacos en período de prueba, el riesgo que la
ingestión del medicamento conlleva se deberá de comparar con la
finalidad que se pretende conseguir con ese medicamento: si éste es para
curar el cáncer será mayor el riesgo en que se puede situar al paciente
que prueba el medicamento, respecto al que se admitiría, pongamos por
caso, cuando la finalidad del fármaco fuese curar la calvicie.
Para poder llevar a término esta
comparación de intereses es necesario, en primer lugar, realizar un
juicio sobre el riesgo propio de la conducta. Este juicio ha de ser
objetivo y realizado en el momento de ejecución de la conducta, teniendo
en cuenta todas las circunstancias conocidas ex ante concurrentes, con
vistas a determinar el grado de probabilidad de lesión y los bienes
jurídicos que están amenazados. El juicio será estrictamente objetivo,
abarcando tanto el riesgo típicamente relevante -riesgo propio del
juicio objetivo-subjetivo-, como los riesgos "previsibles" en general
(según la experiencia en supuestos similares), que, en cuanto son
propios de la actividad, pero inevitables no se exige que sean previstos
en el caso concreto -no entran en el juicio de peligro propio del tipo
subjetivo imprudente-.
Los riesgos inevitables, aquéllos en que
falta la previsibilidad ex ante del resultado, también pueden
considerarse dentro del ámbito del riesgo permitido. Son riesgos
irrelevantes, al menos desde una perspectiva penal[45]:
a) los peligros inevitables, dado el estado de conocimientos
científicos, puesto que respecto de ellos no puede predicarse ni dolo ni
imprudencia, ya que al no ser posible conocerlos ex ante no es exigible
preverlos; b) aquéllos que, aun siendo evitables, sería excesivamente
costoso excluir, es decir, riesgo previsibles pero inexigibles por ser
calificados como riesgo permitido tras una ponderación de los intereses
en juego.
De ello sería un claro ejemplo, una
sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona, de 23 de septiembre
de 1992, en la que se absuelve a los responsable de las obras de una vía
de circunvalación de Barcelona. En el caso enjuiciado, sucedió que,
tras unas lluvias torrenciales, se desprendió un talud de contención y
murieron dos trabajadores. En la sentencia se afirma que el riesgo era
evitable pero que su evitación hubiera sido tan costosa que no era
exigible porque hubiera hecho inviable la realización de esas obras
En otros supuestos se plantea el problema
de determinar si realmente existe utilidad social. En estos casos será
necesario confrontar el peligro que ex ante se crea con la conducta y la
utilidad social de ésta, sin que sea posible una respuesta generalizada
sobre la eficacia del riesgo permitido en cada una de estas
actividades, ni aún en el caso de que sean de la misma clase. En el
supuesto de que de este examen se deduzca la existencia de un riesgo no
permitido, cabe acudir al estudio de la "cantidad" de riesgo. La mayor o
menor probabilidad objetiva de que el peligro se convierta en lesión
del bien jurídico, permitiría, en determinadas circunstancias, negar la
relevancia típica del riesgo, pese a su "cualidad" de no permitido, en
base al principio de insignificancia.
Así, en el conocido ejemplo del hombre
que planta un árbol de Belladona, independientemente de que espere que
un niño se envenene, puede crear un riesgo no permitido según las
circunstancias en que lo haga: en el camino a la escuela por el que
pasan todos los niños, en el propio patio de una escuela, o por el
contrario, en su jardín o en un campo de muy difícil acceso...
La adecuación social ha sido tratada por
la doctrina como una cláusula general con múltiples finalidades y, en
numerosas ocasiones, considerada con una subespecie del riesgo
permitido. Welzel fue el primero en desarrollar el concepto de
adecuación social al considerar que las normas contienen descripciones
de conductas sociales. Para Welzel las formas de conducta seleccionadas
por los tipos tienen un carácter social; por lo que "inadecuadas
socialmente" serán aquellas conductas que se aparten gravemente de los
órdenes históricos de la vida social.
La misma amplitud y diversidad de
contenidos de este criterio lleva, a un sector doctrinal, a rechazar el
principio de la adecuación social, por la indeterminación de su baremo,
que lo convierte en un peligro para la seguridad jurídica, y por ser
menos exacto que otros métodos de interpretación. Mientras que, otro
sector doctrinal, sin ir tan lejos en el rechazo del principio de
adecuación social, considera que se trata, únicamente, de un medio de
ayuda en la interpretación, útil solamente como principio general de
interpretación. Desde otra perspectiva, otros autores, consideran la
adecuación social como causa de justificación, e incluso, para alguno,
es fundamento o causa de exclusión de la culpabilidad.
El fundamento de la exclusión del tipo
por adecuación social parte de que el legislador no puede prohibir
"comportamientos adecuados socialmente". La posibilidad de limitar el
tipo a través de la adecuación social encuentra su fundamento en el
hecho de que los bienes jurídicos penales no se protegen en absoluto
sino en relación con las obligaciones sociales, según las necesidades
del conjunto de la vida social. Estas necesidades, como contenido de la
adecuación social, tendrán la pretensión de delimitar aquellos supuestos
en que se protege el bien jurídico respecto de aquéllos en los que no
se hace.
En definitiva los límites que con estos
criterios se establecen respecto de la relevancia típica de una conducta
se fundamentan todos ello en que el Derecho penal no puede pretender
evitar todos los peligros que se creen para bienes jurídicos. No puede
olvidarse que, como decíamos, existe un ámbito de riesgo permitido cuya
contenido depende de una ponderación de los intereses en juego. Estos
intereses, aun cuando fundamentalmente económicos, pueden ser muy
variados. La utilidad del producto, la competitividad del producto y,
por consiguiente, la viabilidad de la empresa dependiendo de las
exigencias para la producción, el encarecimiento del producto como
consecuencia de los mayores controles… son intereses económicos que
afectan no sólo a la empresa sino también a la sociedad -paro, precio de
los productos...-. Estos peligros serían los abarcados directamente por
el ámbito del riesgo permitido.
Sin embargo, creo que existe un ámbito
respecto del cual, aun cuando cabría dentro del riesgo permitido, es más
ajustado hablar de adecuación social. Las lesiones en el deporte serían
uno de estos supuestos. En estos casos no se trata de un conflicto
entre utilidad social y el peligro de lesión, sino que la aceptación de
determinadas prácticas deportivas peligrosas, de formas de practicar un
deporte -carreras de coches, boxeo, hockey sobre hielo, rugby...-
depende de la valoración social de estas conductas. En otras palabras
que la opinión pública, más o menos manipulada, será la que determine
que una conducta pase de ser socialmente adecuada a inadecuada y, por
tanto, no permitida, o que de ser socialmente inadecuada pase a
considerarse adecuada y, por consiguiente, permitida. No sólo en el
deporte tenemos ejemplos de esta clase sino que actualmente existe otro
campo en que creo especialmente apropiada la utilización del criterio de
adecuación social. Es el sector de la salud pública donde los poderes
públicos y los medios de comunicación van condicionando a la opinión
ciudadana en orden a restringir al máximo los peligros que considera
aceptables, en aras de la seguridad y en aplicación del principio de
precuación.
Un ejemplo evidente sería el fumar, pero
también las exigencias, cada día mayores, de medidas de higiene
alimenticia -que el pan o la fruta vayan siempre envasados, que los
pescados y mariscos sean pasados por lejía antes de su venta, que en los
restaurantes sólo pueda servirse mayonesa de lata…- Son decisiones que
afectan a todos y que no puede olvidarse que, aun cuando restrinjan los
peligros, suponen perder niveles de calidad de vida. La sociedad debería
de ser correctamente informada, para que sean los ciudadanos quienes
decidan los riesgos que están dispuestos a asumir.
Otro ámbito en el que creo es
especialmente válida la restricción del tipo a través del criterio de la
adecuación social es el de las injurias donde dependerá del lugar, la
forma de expresión, el autor, la presunta víctima... para que, una misma
expresión, sea considerada lesiva para el honor y, por tanto, típica,
o, por el contrario, considerarse socialmente adecuada.
Por tanto, aun cuando el riesgo permitido
pueda servir como criterio general de restricción del tipo, la
adecuación social se ajusta más, en determinados supuestos, a la
naturaleza del problema que se trata de solucionar.
El consentimiento de la víctima respecto
de la conducta peligrosa puede verse como otro de los contenidos del
riesgo permitido. El riesgo permitido se fundamenta, en general, en la
utilidad de la actividad. En este supuesto la utilidad social no aparece
de forma inmediata, sino que puede verse como consecuencia directa de
la existencia de consentimiento y tratarse, por tanto, de dentro del
ámbito del riesgo permitido o tratar independientemente el
consentimiento como construcción dogmática distinta.
La inclusión del consentimiento en el
riesgo permitido conduce a una ampliación del ámbito de éste, ya que, la
existencia de consentimiento determinará que un "riesgo socialmente
inadecuado" sea permitido, o bien a entender que el consentimiento
amplia el ámbito de lo "socialmente adecuado" y con ello el del "riesgo
permitido", precisamente, en base a la adecuación social como
consecuencia del consentimiento de la víctima y, en general de todos los
participantes en la actividad de que se trate. Esta perspectiva es
acorde con la realidad. Nadie considera "socialmente inadecuada" una
lesión en un partido de fútbol, aun cuando se haya producido a través de
una infracción reglamentaria, incluso dolosa, siempre que esta "falta"
estuviese dentro de la "costumbre" en ese deporte. Pero piénsese lo que
sucedería si el jugador lesionado hubiese actuado obligado, en ese caso
no se vería como "socialmente adecuada", no ya la lesión, sino ni tan
siquiera su intervención en el juego.
En esta línea las consideraciones de
Roxin, distinguiendo los supuestos en que el consentimiento equivale a
una autopuesta en peligro (como sucede en el deporte) de aquéllos de
"puesta en peligro de un tercero aceptada por éste". Roxin entiende que
el consentimiento se equipara a la autopuesta en peligro cuando "la
persona puesta en peligro se da cuenta del riesgo en la misma medida que
quién crea el peligro, si el daño es consecuencia del riesgo aceptado y
no de otros fallos adicionales y si la persona puesta en peligro carga
con la misma responsabilidad por la actuación común que la persona que
crea el peligro". En una palabra, el consentimiento convierte al tercero
en partícipe de la autopuesta en peligro de la víctima y, por tanto, su
conducta no es punible. En los supuestos de "puesta en peligro de un
tercero aceptada por éste" es más difícil la decisión sobre la eficacia
que puede desplegar el consentimiento. En estos casos es discutible la
validez del consentimiento, ya se le considere causa de exclusión del
tipo, o causa de justificación. Para otros, la entrada consciente en un
riesgo, por parte del puesto en peligro, puede influir para el autor en
la medida del cuidado exigible para éste en el tráfico.
En cuanto al objeto sobre el que ha de
recaer el consentimiento: conducta y/o resultado, existen divergencias
doctrinales. Un sector doctrinal, así, por ejemplo, Mir Puig, considera
que es suficiente con que el consentimiento se dirija a la conducta
peligrosa, sin que sea necesario que se refiera al resultado. "Quién
está de acuerdo con el peligro de una acción, debe aceptar también las
consecuencias directas". Por el contrario, para otros, el consentimiento
ha de abarcar tanto el resultado como la conducta. Con independencia de
otras consideraciones, que afectan exclusivamente al contenido y
efectos del consentimiento, la concepción del injusto aquí defendida, ha
de tener como consecuencia que el consentimiento, para ser eficaz, sólo
deba referirse a la conducta; ahora bien, ello sólo será cierto en
tanto se conozcan todos los factores de riesgo concurrentes en el caso
concreto.
El principio de confianza es otro de los
criterios propuestos por la doctrina para restringir el ámbito del tipo.
De acuerdo con el principio de confianza cada persona puede confiar en
que los demás actuarán adecuadamente. Sin embargo, este principio de
confianza, en la práctica, queda desvirtuado. Por ejemplo, en el sector
del trabajo rige lo que podríamos llamar principio de desconfianza, ya
que el empresario, directivos o encargados no pueden confiar en la
actitud correcta de los trabajadores y deben de vigilar y exigir el
cumplimiento por parte de estos de las medidas de seguridad. En el
tráfico, por otra parte, junto al principio de confianza, rige el
principio de defensa, de menores, ancianos o incapaces, que exige que se
prevea la posibilidad de que estas personas actúen imprevisiblemente.
En general, además, tal y como concibe la doctrina y la jurisprudencia
el principio de confianza, la total ineficacia de este principio se
deriva de que el sujeto sólo puede confiar en la conducta adecuada de
los demás cuando el mismo actúe correctamente. Esta concepción del
principio de confianza no sólo lo convierte en ineficaz sino que es, una
vez más, expresión, del siempre denostado, pero siempre superviviente,
versare in re illicita.
No obstante estas limitaciones a la
eficacia del principio de confianza como criterio de restricción del
tipo, es bien cierto que, en general, en la sociedad no se podría actuar
sin contar con este principio. El principio de confianza es una
expresión del contenido del deber de cuidado que concierne a cada
sujeto. Una persona tiene el deber de controlar determinados riesgos que
puedan derivase de un producto o de una conducta, pero respecto de
otros pueden confiar en que los demás actuarán correctamente:
La anestesista puede confiar en que el
enfermero le entrega la inyección con el medicamento que ha solicitado.
La empresaria que fabrica un secador de pelo puede confiar en que el
usuario no lo utilizará dentro de la ducha... No obstante, esta
confianza no puede ser irracional y, por consiguiente, tanto la
anestesista como la empresaria han debido atender a un cuidado previo:
en el caso de la anestesista antes de la operación comprobar los
medicamentos que puede necesitar; en el caso de la empresaria adjuntar
al secador un manual de instrucciones en el que se advierta de los
peligros de su uso en mojado...
Para que el resultado sea imputable a la
conducta es necesario que el riesgo típico creado sea el mismo que se
haya realizado en el resultado -relación de riesgo-, a lo que llamamos
imputación objetiva en sentido estricto. Por ejemplo, una conducta que
incumple determinadas medidas, que pueden hacer previsible un resultado
lesivo, pese a ello no le será imputable éste si lo que realmente lo
provoca son otras circunstancias, que pueden ser naturales, y que lo
hubieran causado aun cuando no hubiese existido la infracción de las
medidas de cuidado. Esta relación de riesgo entre el peligro creado por
la conducta imprudente y el resultado ha de ser probado.
Para la existencia de relación de riesgo
no es suficiente con que se cree un riesgo típico, sino que además este
riesgo típico tiene que realizar efectivamente la lesión del bien
jurídico; ello no sucederá cuando el peligro específico del riesgo
típico no sea efectivo, porque su posible eficacia sea sobrepasada o
desplazada a través del efecto real de otro curso concurrente peligroso.
En la prueba de esta relación de riesgo se han utilizado por la
doctrina distintos criterios -y distintas concepciones de estos
criterios-. Los criterios más utilizados son los del incremento del
riesgo y el de la finalidad de protección de la norma infringida, junto a
otro criterio subsidiario, al que denomino "evitabilidad ex post del
resultado".
Los criterios del incremento del riesgo y
de finalidad de protección de la norma ya han sido objeto de otros
trabajos por lo que en esta sede sintetizaré mi postura al respecto.
Entiendo que ambos criterios son complementarios y no excluyentes y que
su correcta aplicación requiere la previa determinación del riesgo
típico, en el sentido señalado, Supra VI, porque sólo de esa forma es
posible saber qué riesgo no permitido se ha creado y qué norma se ha
infringido, condiciones imprescindibles, para poder determinar ex post
si ese riesgo no permitido es el que se ha realizado en el resultado y
si la finalidad de la norma infringida era evitar ese resultado en las
circunstancias en las que efectivamente se produjo. De acuerdo con el
criterio del incremento del riesgo, cualquier riesgo creado por el
sujeto, del que se pruebe que ex post se ha realizado en el resultado es
suficiente para fundamentar la relación de riesgo y, por tanto,
eventualmente, la imputación del resultado. Decimos eventualmente porque
la consideración de comportamientos alternativos adecuados a derecho[46]
es admisible, en orden a excluir la imputación del resultado, sólo si
es seguro, con una probabilidad rayana en la seguridad, que esta
conducta hipotética hubiera causado igualmente el resultado. El
principio in dubio pro reo es de aplicación únicamente en el juicio
sobre la concreta situación que se ha realizado, pero no respecto de la
hipotética, con lo que, por la falta de prueba fehaciente de esta
relación hipotética, no se puede entender infringido este principio, ni
conculcadas otros principios y garantías político-criminales.
Respecto de la finalidad de protección de
la norma lo relevante es advertir que no podemos analizar la finalidad
de la norma penal, puesta que sería la de evitar lesiones de bienes
jurídico-penales, con lo que incurriríamos en una tautología y el
criterio perdería su eficacia. La norma de la cuál hay que buscar sus
fines sólo puede ser una norma entendida como norma de cuidado. De este
modo, la finalidad que se deberá buscar, se encontrará entre los fines
que condujeron a la determinación del deber objetivo y subjetivo de
cuidado. Los fines de las reglas generales de cuidado, reglas técnicas,
que configuran el deber objetivo de cuidado en el caso concreto, son los
que se tendrán en cuenta en la aplicación del criterio del fin de
protección de la norma.
Por ejemplo, el constructor, en general,
está obligado a cumplir las medidas de cuidado necesario para evitar
lesiones o muertes de los trabajadores. Si en el caso concreto la medida
de cuidado adecuada, dadas las circunstancias, es que los trabajadores
lleven casco, ello está pensado para evitar que sufran golpes en la
cabeza por caída de objetos o para que se reduzca el peligro en caso de
la caída del propio trabajador. Si en el supuesto concreto, el
trabajador, que no lleva el casco obligatorio, muere por la explosión de
una caldera, éste no será uno de los riesgos que pretendía evitarse con
el uso del casco y, por tanto, no se imputará el resultado, aun cuando,
en el caso concreto también hubiese peligro cierto de caída de objetos
que permita afirmar la creación de un riesgo típico por el constructor.
Las llamadas "conductas alternativas
adecuadas a derecho", se caracterizan porque ex post se prueba que el
resultado era inevitable, por lo que no parece adecuado atribuir
responsabilidad penal, pese a que, de acuerdo con los criterios del
incremento del riesgo y del fin de protección de la norma, el resultado
era imputable. En consecuencia, en estos supuestos será necesaria la
utilización de otro criterio de imputación el de la "evitabilidad ex
post del resultado". El fundamento de este criterio es que un resultado
per se no puede ser jurídico-penalmente relevante, sino que su
relevancia proviene de que pueda ser imputado a una conducta
jurídico-penalmente relevante.
Lo primero que se necesita para delimitar
el contenido del criterio de evitabilidad es distinguir entre la
evitabilidad ex ante y ex post del resultado, como por lo demás es
siempre necesaria la diferenciación tajante de los dos momentos. La
falta de evitabilidad ex ante del resultado afecta a la tipicidad de la
conducta de todos lo delitos, en mayor medida en los imprudentes y,
especialmente, en los supuestos de imprudencia omisiva. Si ex ante el
resultado aparece como inevitable, no tiene ya sentido que se dirija al
sujeto la norma de prohibición en las conductas comisivas y faltará ya
la situación típica en los supuestos omisivos -posibilidad de evitación
como elemento esencial en la omisión-, puesto que como afirmaba al
inicio la finalidad del Derecho penal es proteger bienes
jurídico-penales protegibles.
Totalmente distinta es la situación
cuando se constata la existencia de una realización típica y se prueba
la relación de riesgo -por aplicación de los criterios del incremento
del riesgo y del fin de la norma- y, al mismo tiempo, por circunstancias
excepcionales cognoscibles únicamente ex post, se comprueba que el
resultado no se hubiera evitado tampoco con una conducta adecuada a
derecho. La inevitabilidad ex post del resultado sólo puede desplegar su
eficacia entendiendo que esta circunstancia elimina la naturaleza
"desvalorada" de ese resultado. Este criterio, puede compararse,
respecto a la relación de riesgo, con el desistimiento voluntario
respecto a la tentativa, calificándolo como condición negativa de
punibilidad. El carácter excepcional que otorgamos a la inevitabilidad
ex post del resultado permite excluir la imputación del resultado,
únicamente, cuando se prueba con una probabilidad rayana en la seguridad
la inevitabilidad del resultado con una conducta adecuada a derecho -al
fin y al cabo hipotética- sin infringir el principio in dubio pro reo.
Los conceptos de causalidad e imputación
objetiva propuestos tratan de dar una respuesta coherente a la distinta
naturaleza de una y otra institución y, sobre todo, pretenden poner de
relieve las consecuencias que de estas diferencias cabe extraer en
relación con la teoría del delito y, muy especialmente, su repercusión
en el proceso, en relación con la presunción de inocencia y el principio
in dubio pro reo. La causalidad, por su naturaleza empírica, se
corresponde con los hechos probados, y su contenido no se limita a la
relación causal entre una determinada conducta y un resultado, sino que
explica, de acuerdo con leyes generales de probabilidad, cómo se han
desarrollado los acontecimientos, incluyendo entre estos a los
conocimientos que cada uno de los intervinientes tenía de la situación.
Probar positivamente cuál ha sido el devenir causal es un requisito
esencial para desvirtuar la presunción de inocencia, puesto que la carga
de la prueba corresponde a quién acusa.
En el supuesto de que no pueda probarse
razonablemente cómo se produjeron los hechos, prueba en la que, por
supuesto, se incluye quién o quiénes han sido los autores, la presunción
de inocencia debería llevarnos a un sobreseimiento o, en su caso, a una
absolución. En la prueba de los hechos el Juez puede valorar los
informes de los peritos pero no adoptar teorías causales que no se
correspondan con las leyes naturales, científicas o sociales que los
técnicos competentes consideran vigentes.
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