Director: Dr. Jose Luis España

jueves, 25 de julio de 2013

Doctrina: Cambios de paradigmas en el enjuiciamiento penal (orígenes del jurado y nuevas garantías procesales)

Cambios de paradigmas en el enjuiciamiento penal
(orígenes del jurado y nuevas garantías procesales)
Gustavo A. Herbel*
Introducción 
El reemplazo del monarca o sus delegados –en ocasiones llamados jueces- por un grupo representativo de la comunidad (jurados) para dirimir las contiendas, ha configurado una conquista popular frente al poder autocrático. Que la definición de un litigio no se encuentre en manos de una persona dotada de autoridad, sino en las de una instancia ciudadana colegiada y soberana, importa un avance democrático en la cultura jurídica. Este modelo, aún vigente en los sistemas vinculados al “Common Law” (especialmente Gran Bretaña y Estados Unidos) fue corolario de un largo proceso de luchas e intereses en pugna. Tener nociones de este desarrollo nos permitirá abrir camino a nuevos debates generados por las actuales democracias constitucionales y el derecho internacional de los derechos humanos, que hoy exigen que el sistema de enjuiciamiento garantice al imputado conocer las razones de la condena (8.1 CADH y 14.1 PIDCP) y su revisión integral ante una segunda instancia jurisdiccional (8.2.h CADH y 14.5 PIDCP).
I. Quién decide y cómo: un debate histórico inconcluso  
Es una tendencia constante de los juristas extender el paradigma epistemológico dominante a la propia configuración del derecho. No es una elección inocente; la capacidad de administrar conflictos mediante procesos vinculados a la concepción cultural dominante en las sociedades donde se desarrollan, representa un requisito insoslayable para cualquier sistema que pretenda estabilizarse. Dotar a las decisiones institucionales de autoridad frente a sus destinatarios, economiza el costoso recurso de la violencia, el que, al menos en parte, logra ser suplido por procedimientos reglados[1].
Los métodos aplicados fueron cambiantes en cada comunidad; se ha afirmado que, en sus orígenes y por largo tiempo, no apareció en la conciencia de jueces o verdugos, nada parecido a un culpable, sino más bien, un autor de daños; y éste, sobre quien recaía la pena, no sentía ninguna aflicción interna distinta a la que se siente cuando de improviso sobreviene algo no calculado, un espantoso acontecimiento natural, contra el que no se puede luchar[2]. El castigo no era más que la reacción contra el daño de quien posee la fuerza para imponerlo; no había otro trámite que la decisión de su voluntad, sin pactos o procesos a los que deba someterla

Los primeros avances en las formas de enjuiciamiento del mundo occidental, han quedado registrados en las novelas de la antigua Grecia. En Edipo Rey (Sófocles, siglo III a.c.), se expresa una transición decisiva en la construcción de la verdad; de la forma arcaica de resolver las disputas entre hombres libres mediante juramentos (juicios de Dios u ordalías)[4], se arriba a la indagación del pasado a través del testimonio. En la citada obra, la identidad del homicida del Rey Layo fue develado por un humilde pastor conocedor de un pequeño fragmento de la tragedia[5]. Así, un hombre sin importancia, un esclavo, un simple testigo que supo por sus sentidos, trajo a la indagación palabras sobre el pasado que dilucidaron el magnicidio del Rey Layo: Otro Rey, Edipo, su hijo, lo mató. Tan terrible verdad, oculta por los Dioses, fue revelada por la palabra de un simple campesino.
La gran conquista de la democracia griega fue el derecho a dar testimonio; con él se logró oponer una verdad sin poder al poder sin verdad. Allí se iniciaron las formas racionales de la prueba, la demostración para producir verdad y el método que conjuga a ambos: la retórica, dirigido esencialmente a persuadir sobre la verdad de lo que se dice[6]. Ello dio origen a la segunda invención de este modo de obtener verdad; el establecimiento de un tercero, diverso a los interesados, que pueda ponderar las razones fundadas en pruebas, y así dirimir el conflicto afirmando una verdad.
La instauración de este tercero imparcial, será el epicentro de un nuevo debate a saber: ¿quién es la autoridad legítima para dirimir los conflictos en una comunidad?
Si el poder no era garantía de verdad, ella debía buscarse en la fe o en el consenso; la primera nunca fue del todo abandonada, especialmente en la antigüedad[7], el segundo, promovió en la antigua Grecia las decisiones por asamblea de ciudadanos, germen de las formas democráticas contemporáneas[8].
Roma, menos especulativa y más pragmática, sistematizó el enjuiciamiento ideado por los griegos. La “Lex Valeria de provocationem” introdujo la provocatio ad populum (300 a.c.)[9]; según la doctrina romanista actual, al magistrado facultado para sancionar sin juicio previo, podía oponérsele su realización frente al pueblo reunido en comicios integrados por ciudadanos varones libres[10]. Con el tiempo, los homicidios dolosos tuvieron un procedimiento independiente a la provocatio, en el que los magistrados intervenían como directores del debate, actividad que, con forma de verdadero juicio, se desarrollaba frente a los comicios, sin necesidad de reclamo previo del imputado[11].
Tal reunión de ciudadanos implicaba una situación políticamente volátil, que además conspiraba contra la deliberación sería y pacífica del caso. Así, en el siglo II a.c., guerras civiles mediante, el procedimiento decayó, y fueron sancionadas leyes (“Sempronia Judiciaria” y “Acilia repetundarum”) que instruían al Pretor a confeccionar una lista de 450 ciudadanos elegidos entre la clase de los caballeros (“equites”), del que el acusador debía elegir a 100 y de éstos el imputado seleccionaba 50, conformándose el jurado que conocería el caso.
Más tarde, la “Lex Cornelia” (81 a.c.) modificó la conformación del jurado, supliendo el sistema de elección por la sortitio (sorteo) de un número bastante superior al necesario para el juicio, del cual las partes podían recusar hasta llegar a la cantidad requerida para dirimir el pleito[12]. Por el carácter permanente de estos tribunales recibieron el nombre de quaestiones perpetuas, las que además de evitar la fatigosa convocatoria del pueblo reunido en comicios, permitía limitar influencias políticas en estas asambleas y en sus decisiones, dotando de mayor autonomía y perfeccionamiento técnico a sus integrantes[13].
Es Augusto con la “ley Iulia Iudiciorum” (17 a.c.), quien otorgó al Emperador injerencia directa en los juicios cuando la mayoría se diferenciaba por un solo voto; en tal supuesto su sufragio lograba la paridad, transformando las condenas en absoluciones, por aplicación del principio de que la igualdad de votos se resolvía en beneficio del acusado[14].
Con la consolidación del Imperio Romano se fueron generando tribunales permanentes para delitos específicos (cognitio extra ordinem), que finalmente derivaron en magistrados profesionales con funciones persecutorias y judiciales, cuya autoridad dependía del Emperador, ante quien podían recurrirse las decisiones de sus delegados. La soberanía había pasado de los ciudadanos romanos al Emperador, fuente de toda autoridad[15].
Entre los siglos V y X se fueron produciendo roces, penetraciones y conflictos entre el antiguo Derecho Germánico –semejante al griego arcaico- que definía sus litigios mediante torneos pre-establecidos o sacrificios dejados al arbitrio de Dios (ordalías)[16], y el Derecho Romano Imperial, viejo derecho de Estado que se revitaliza en cada oportunidad que emerge una estructura centralizada de poder, o se disuelve con el, para dejar lugar al Derecho Germánico, más sencillo y tribal[17].
Para el siglo XII el sistema inquisitivo, ahora bajo la hegemonía de la Iglesia Católica[18], abarcó gran parte del continente europeo, sin penetrar totalmente en las islas Británicas. Allí los Derechos locales, populares y simples, eran mejor conocidos por las poblaciones autóctonas; por el contrario, el más orgánico y -si se quiere- “científico”, aportado por Guillermo el conquistador con la invasión Normanda de 1066, constituía un derecho regio –en idioma francés-, que respondía a los intereses de la corona y era portador de un modelo –el inquisitivo- que era rechazado por la población local, que protegía sus formas de justicia popular, en las que confiaban[19].
El poder real fue restringido tempranamente en Inglaterra con el pacto impuesto por los barones feudales a “Juan sin tierra” (Great Charter, 1215), que declaró ilegal el arresto de un hombre libre, salvo que se originara en un juicio legal ante sus pares (art. 39). Tal episodio, marcó diferencias con el continente y finalmente desembocó en la revolución puritana liderada por Oliver Cronwell (1648), quien previo instar el juicio al Rey Carlos I -decapitado en 1649- terminó por imponerse como Lord Protector de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde 1654; ejerciendo en medio de guerras civiles, un gobierno sin Rey en plena época absolutista.
El proceso continuó con la promulgación del Bill of Rights (1689) donde se establecieron las inmunidades personales y la inderogabilidad del juicio por jurados[20]; instituto que fue trasladado a las colonias americanas, que luego de su independencia (1776) lo mantuvieron en el Bill of Rights estadounidense (1791) que introdujo enmiendas a la Constitución de 1789[21].
La revolución francesa (1789) fue, en buena parte, una rebelión contra las formas inquisitivas de hacer justicia que obtuvieron su máxima expresión con la Ordenanza Criminal de Luis XIV (1670); este “ancien regime” administrado por magistrados comprometidos con los sectores más conservadores de Francia, fue repudiado por el pueblo en el marco de las revueltas revolucionarias cuyo cenit está representado por la toma de la Bastilla, prisión local de Paris, crudo símbolo de la opresión monárquica.
Como era previsible los revolucionarios franceses vieron en las instituciones inglesas la forma de hacer participar al pueblo en la justicia; la influencia es clara en la ley de enjuiciamiento dictada en 1791 (donde directamente se copian algunos institutos), y llega a la Constitución de 1793, que regula la publicidad y el juicio por jurados (arts. 2 y 94). El impulso no logró consolidarse y se terminó por consagrar el “sistema mixto” del Código Napoleónico (1808), suerte de compromiso entre la instrucción inquisitiva y el juicio oral y público que se difundió por toda Europa[22].
Esta pequeña reseña histórica hace visible las razones de porque al jurado popular se lo vinculó con las formas democráticas de gobierno mientras que los jueces técnicos han sido considerados funcionales a sistemas autocráticos de poder; con el primero el pueblo se autogobierna, con los segundos, los pleitos son decididos por agentes estatales.
Sin embargo, el debate planteado en estos términos puede tornarse maniqueo; ni el jurado popular garantiza las formas democráticas del conjunto de decisiones adoptadas por un sistema penal[23], ni la magistratura profesional es por definición socialmente insensible y dependiente de las estructuras de poder[24]. Tampoco la participación ciudadana per se, es garantía contra la violencia[25]
Bien podría admitirse que la participación ciudadana en la administración de justicia, brinda dinamismo y legitimidad a la institución, y que una justicia articulada exclusivamente por magistrados profesionales puede encapsularse en una cultura curialesca, burocrática e impermeable al desarrollo social. Pero un análisis tal pecaría de genérico y limitado; lo primero, en cuanto hay muchas formas de participación popular además del jurado anglo-americano, lo segundo, por definir la cuestión a través de teorías políticas o institucionales abstractas, pasando por alto que las garantías del imputado, deben situarse en el centro del debate sobre la adopción de un modelo de enjuiciamiento.
El derecho internacional de los derechos humanos[26] ha transformado los términos de la discusión. Actualmente los diversos sistemas penales existentes son sometidos al constante escrutinio de organismos internacionales[27] dedicados a verificar que las garantías prescriptas en los tratados sean respetadas por los Estados parte.
Dos de ellas, el derecho del imputado a conocer las razones de su condena (interpretado por los organismos internacionales como garantía del derecho “a ser oído” por los jueces, conf. arts. 8.1 CADH, 14.1 PIDCP y 6.1 CEDH) y la posibilidad promover su revisión amplia (art. 8.2.h. CADH, 14.5 PIDCP y 2 del protocolo Nº 7 CEDH), obligan a rediscutir la forma de enjuiciamiento del jurado clásico.
El veredicto inmotivado del modelo norte americano de jurado, como principio no es recurrible. La determinación de los hechos surge del triunfo de la hipótesis acusatoria, resuelto por el sufragio de los ciudadanos convocados al juicio, y su eventual control –posterior a la ejecutividad del veredicto- se limita a demostrar que el jurado fue incorrectamente influenciado, por alguna de las causales que la jurisprudencia fue admitiendo con carácter restrictivo (valorar prueba ilegal, recibir instrucciones del juez que afectaron su imparcialidad, errores en el proceso de selección del jurado, etc.)[28]. Defectos que sólo son atendidos si determinaron el veredicto, pues de otro modo, no son considerados relevantes para revocar una decisión[29]. Las cuestiones de hecho afirmadas por el jurado, que no sean fruto de un error basado en transgresiones al “fair trail”, no pueden ser materia de análisis por el tribunal de apelación, so pena de usurpar la función del jurado[30].
El sistema Ingles opera de modo análogo. Muchos recursos primero refieren a defectos legales o de procedimiento, para recién luego aludir a que ellos afectaron a la convicción del jurado; y si bien no existen límites formales en los motivos de impugnación, es muy difícil que un tribunal revisor revoque el veredicto del jurado, cuando el material probatorio utilizado en el juicio no tenga defectos. Si el proceso se halla libre de errores legales, la queja sólo podría tener éxito demostrando alguna circunstancia excepcional, que conduzcan a advertir con claridad la injusticia de la condena[31].
A diferencia de aquellos sistemas, nuestro “bloque constitucional federal”, exige como garantía del imputado una revisión integral de su condena (arts. 8.2.h CADH y 14.5 PIDCP en función del 75.22 CN)
El alcance amplio que nuestra CSJN ha otorgado al recurso contra la condena en su conocido precedente “Casal”[32], no hace más que seguir los lineamientos dispuestos por la Corte IDH, en “Herrera Ulloa” donde exigió un “examen comprensivo e integral de todas las cuestiones debatidas y analizadas en el tribunal inferior”[33]; estudio que, según este organismo, tiene como objeto un fallo motivado; afirmación luego refrendada por este tribunal en “Apitz” al establecer que: “…la argumentación de un fallo debe mostrar que han sido debidamente tomados en cuenta los alegatos de las partes y que el conjunto de las pruebas ha sido analizado”; para finalizar diciendo que: “el deber de motivación es una de las “debidas garantías” incluidas en el artículo 8.1, para salvaguardar el debido proceso”[34].
El “Common Law” brinda formas de revisión más restringidas. La cuestión no resulta problemática en ese contexto jurídico. Gran Bretaña y Gales no suscribieron el art. 2 del protocolo adicional Nº 7 CEDH (doble instancia en materia penal). Tampoco el sistema norteamericano está obligado a una revisión integral de la condena, pues si bien rubricó la CADH (06/01/77), al presente no lo ha ratificado y como consecuencia no le es aplicable[35].
Gran Bretaña y Estados Unidos sí ratificaron el PIDCP, pero este último declaró expresamente que las cláusulas 1 a 27 son programáticas[36]; además, ninguno de ellos está adherido al “Protocolo Facultativo” del Pacto, que permite a los particulares denunciar ante el Comité de DD.HH., el incumplimiento de sus prescripciones[37].
Y es razonable que así sea; los tribunales de apelación en estos sistemas, son renuentes a desautorizar las evaluaciones de la prueba realizadas por el jurado popular, al entenderlo soberano para determinar los hechos, salvo demostrarse la manifiesta irracionalidad de la condena[38]. Ello naturalmente hace que pretendan inmunizarse de eventuales críticas contra las restricciones de su recurso.
El debate que debemos dar es si el modelo de participación ciudadana que mejor se compadece con nuestro actual sistema constitucional es el del juicio por jurado clásico o si por el contrario, debemos articular esta intervención popular con el derecho del imputado a conocer las razones de su condena y a someterla a revisión por un tribunal mediante un recurso de alcance amplio. Buena parte de los países continental europeos disponen de modelos que combinan estas exigencias mediante jurados escabinos (integrados por jueces técnicos y legos); en nuestro país, Córdoba ha diseñado un juicio con ciudadanos que integran un tribunal colegiado de jueces técnicos donde, por número, resulta dirimente la decisión de los legos, pero a condición de motivar la condena.
La discusión se halla en sus inicios y no es posible agotarla en este trabajo[39] cuyo objetivo es exponer el devenir de situaciones e intereses que han motorizado los diversos modelos de enjuiciamiento, para no interpretar que la cristalización de alguno de ellos, pueda ser tomada como definitiva. Cada modelo responde a un sistema de garantías; la cuestión es dilucidar cuáles son las garantías que nosotros queremos priorizar, para saber qué estructura de juicio es la más idónea para su protección.
 

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